Sucedió hace unos años. Fue durante mi visita a Alguer, un enclave marítimo en el extremo occidental de Cerdeña, de camino a Sassari. Conocía la ciudad vagamente. Había escuchado que la lengua que se hablaba en sus calles era el catalán. Apasionado de las lenguas romances, hasta allí fui yo, dispuesto a encontrar ese reducto del pasado. Veía a sus pobladores como fósiles lingüísticos que se resistían a la marcha de la historia. Hombres y mujeres que en lugar de adoptar el italiano como lengua propia se afanaban por mantener la de sus antepasados. Me producía una especie de ternura y sentimiento heroico. Hasta que entré en sus murallas y el castillo se desmoronó.

La ciudad fue fundada por genoveses en el 1102. Posteriormente, Aragón la conquistó, extendiendo así sus territorios en el mar. Alguer fue repoblada por comerciantes catalanes, que la pusieron en el mapa económico del Mediterráneo. Luego, Fernando el Católico la reformó, adoptando la nobleza que conserva aún hoy. Y hasta aquí la historia. Encantado de encontrar ese pasado cultural en sus calles, acudí a la oficina de turismo. Observé que había dos colas: la primera, abarrotada, para hablantes de italiano, inglés, español y demás derivados de Babel; la segunda, solamente para catalanoparlantes, estaba vacía. Repartían también folletos donde resumían la historia de la ciudad en los tiempos de la ‘Corona catalanoaragonesa’.

Salí a la calle con la intención de dejarme embaucar por la ciudad. La ruta que escogí se dirimía por el centro hasta el paseo marítimo. Y aquí otro aviso: la rotulación de las calles estaba en catalán, al menos en el centro histórico. Vía Roma es el Carrer de la Mercè. Bastioni Colombo es la muralla del Carme. El problema radica en que los habitantes de Alguer reconocen sus calles por la nomenclatura italiana. El mapa de la oficina de turismo, en cambio, prefiere la versión catalana. Cuando le preguntamos a un viandante la ubicación de una plaza (con el mejor acento catalán posible), este nos miró con extrañeza. No entendía la lengua de Ramón Llull. Los nombres catalanes, nos dijo, «son solo para los cuatro turistas que vienen de Barcelona».

En Alguer los comercios también huelen el dinero. Han entendido que el nacionalismo es un negocio redondo. Encontramos algunas tiendas y pizzerías con ‘esteladas’ en la calle, facilitando el reclamo de los peregrinos independentistas que acuden hasta allí creyendo encontrar en sus calles una pertenencia casi mitológica. Una reliquia del seny. Como si un toledano, qué sé yo, un murciano, entrase en Lima y besase el suelo porque fue tierra conquistada por algún abuelo de octava generación.

Pronto nos dimos cuenta de que la ciudad se había convertido en el parque temático del secesionismo. A muchos edificios históricos los decoraba una placa que pretendía ligar su pasado al de Cataluña. Todas ellas llevaban la firma de Omnium Cultural, esa asociación que fomenta lo catalán a la par que incendia las calles.

El punto culminante llegó en la catedral. La forma de los arcos, los pilares y los nervios de la bóveda, toda la arquitectura traía reminiscencias de ese ‘gótico catalán’ que algunos especialistas pagados quieren incluir en los manuales. Así estaba escrito en los paneles de las capillas. Continuamos hacia el altar y nos topamos con unas tumbas, pertenecientes a nobles catalanes de la ciudad. La flor y nata de las generaciones siempre quiere perdurar en la memoria. Ahí estaba ese señor, con una lápida algo gastada. Intenté leer su nombre, la inscripción a la eternidad que guarda su epitafio, y me sorprendí porque no estaba escrito en catalán, como yo pude intuir tras tanta salmodia histórica. Tampoco en latín, sino en español, la lengua de cultura de la época, la que buena parte del Mediterráneo adoptó para comerciar, escribir y sobrevivir.

Un noble catalán del siglo XVI que utiliza el español para pasar a la posteridad no encaja en los carteles de Omnium Cultural. Ni en la ficción histórica montada en torno a una ciudad preciosa, con verdadero pasado catalán, pero no catalanista. No escuché hablar catalán en sus calles, salvo a turistas procedentes de Cataluña. Y esto no quiere decir que Alguer no guarde el catalán como lengua propia, como tesoro patrimonial, pero algunos quieren hacer creer que sus calles son un trasunto del Raval. Incluso hay consulados abiertos y organismos diplomáticos, una fiesta independentista que pagamos todos.

La ensoñación de Alguer continúa estos días con la visita de Puigdemont, prófugo de la justicia española (es decir, también de la catalana). No es casual la ciudad escogida para esta performance, ni el momento, ni tampoco será casual el resultado judicial: su no extradición. Desde hace muchos años España y sus Gobiernos decidieron participar de ese delirio independentista. Pagarle los caprichos, hacer oídos sordos a sus provocaciones, justificar sus excesos e indultar sus delitos. Vivir en la ficción catalanista de Alguer y cerrar los ojos. Convencernos a nosotros mismos de que todo se solucionará con el tiempo, de que via Roma no se llama via Roma, sino Carrer de la Mercè.