Me resultó profundamente desagrable escuchar el debate de candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid celebrado en la Cadena SER. Fue un fracaso absoluto por parte de las personas que deben gestionar nuestras vidas. Da miedo pensar que políticos que convierten la crispación en un modus vivendi son los encargados de solucionar nuestros problemas. A todos los lados del tablero político, España se vertebra de la rabia contra el adversario. Esto no es un aspecto exclusivo de la política. Lo vemos en la calle, en nuestro día a día, pero los políticos amplifican el odio y lo transforman en el oxígeno con el que respiran.

Fue incómodo ver la insistencia de Rocío Monasterio por encima de la moderadora, los arrebatos de partido de fútbol de colegio lanzando a Iglesias hacia la calle; fue grotesco cómo Iglesias se levantó de su silla, un movimiento que ha debido ensayar durante semanas, al ritmo de encuestas decadentes, para dinamitar el debate y empantanar aún más si cabe la campaña; y fue desolador observar cómo Angels Barceló llamó ultraderecha (luego, con calma, utilizó ‘neofascistas’) a Rocío Monasterio, mientras sujetaba la mano de Iglesias, rompiendo una vez más la balanza de los extremos, tan criticados a la derecha, tan simpáticos a la izquierda.

Porque conviene no olvidar que el origen de convertir la política en una explosión de sentimientos y agresividad lleva el apellido de Iglesias.

Ese es su triunfo. Un agitador que ocupó Sol gritando que España neceistaba una guillotina para cortarle la cabeza a los poderosos (y yo confieso con vergüenza que me creí esos cantos fúnebres), que rodeó el Congreso porque no aceptaba unos resultados electorales emanados de las urnas (’aux armes, citoyens’) y que entró en los platós de televisión sepultando la memoria de las víctimas de ETA, ascendiendo la ‘lucha armada’ del terrorismo a una causa política.

Vox, partido que demuestra, paso a paso, estar hecho de la misma pasta que el populismo de Podemos, está pagando con la misma moneda a quienes han cuestionado los principales pilares de la democracia. Han entrado en el trapo. Han aceptado una partida cuyo tablero fue diseñado por Podemos. Han elegido las fichas negras y ahora Iglesias se niega a jugar la partida. Quiere llevarse el reloj que marca los tiempos y el público, espectador de esta guerra civil simulada (cada vez menos simulada), interioriza el enfrentamiento como forma espúrea de expresarse.

Sería necesario hacer un repaso de las ocasiones que ha tenido Iglesias de condenar la violencia, él y su partido, y las veces que se ha derramado la condena por las rendijas de la vergüenza.

Uno de los ejemplos más significativos es el del Alsasua. En ese pueblo navarro, varios exaltados pegaron una paliza a dos guardias civiles y sus novias. Iglesias elevó a los agresores a la categoría de inocentes ‘chavales’ y afirmó, tras reunirse con sus familiares (pero no con los agredidos) que «estamos con las víctimas de una agresión y lo dijimos desde el principio pero nosotros nos tenemos que reunir con todo el mundo». De nuevo la conjunción adversativa manchando el panorama político. Ese ‘pero’ que equipara a los agresores con los agredidos, como si estuviesen al mismo nivel. Ione Belarra, hoy ministra, calificó la agresión de ‘pelea de bar’. Con estos mismos parámetros, lo del viernes en la SER entonces debería ser considerado un debate teologal entre Santo Tomás de Aquino y San Alberto Magno con acento chulapo.

Otro ejemplo claro es el de Albert Rivera, que recibió durante diez años amenazas de muerte. No hubo condenas y ni solidaridad por parte de los dirigentes de la formación morada, que en Cataluña se encuentran siempre un paso más cerca de romper el orden constitucional que de andar con sutilezas condenatorias. Acabáramos, dirán ustedes. Las juventudes de ERC le mandaron una carta con balas a Rivera y una fotografía con su cara simulando un disparo en la frente. Qué de editoriales esos días. Cuántas barreras puestas al fascismo. En marzo de 2019, la sede de Ciudadanos en Pamplona fue vandaliza y Podemos tildó el acto de ‘discrepancias políticas’. Cuántos editoriales perdidos aquellos días ante el galopante fascismo de nuestra época.

No olvidemos tampoco a Villacís, embarazada de ocho meses e increpada por dirigentes de Podemos.

Isa Serra, la candidata de Madrid hasta que Iglesias la desplazó (con conciencia de género) tildó la acción de «movilización contra las personas que se negaron a aprobar la ley de vivienda». Ni «hermana, yo sí te creo» ni condena. Las mujeres son menos mujeres cuando son de derechas. Sucesos similares le han ocurrido a Álvarez de Toledo o Cifuentes, que recibió un escrache en la puerta del hospital cuando se debatía entre la vida y la muerte. Más que jarabe democrático sería eutanasia democrática.

Hay, sin embargo, dos casos extremos que merecen ser resaltados. El primero le sucedió a Rocío de Meer, diputada de Vox, a quien hirieron la ceja de una pedrada en Sestao. Pablo Echenique, portavoz de Podemos en el Congreso, escribió el siguiente tuit: «Si la ultraderecha fake ‘informa’ de algo, casi ningún medio lo contrasta, casi todos lo publican como cierto y al día siguiente se comprueba que sólo hizo falta un poco de ketchup para que se tragaran un bulo como una catedral, tenemos un boquete importante en nuestra democracia». Equipar la sangre al ketchup resulta de una bajeza moral tan grotesca que soprende aún más que Iglesias se levantara de su silla en la SER. El político de Galapagar estaba contemplando su propia obra, el monstruo devorando a Frankenstein.

El segundo caso necesita mascarilla y tiene a Bildu como telón de fondo. Otegi llamó el 13 de enero a los presos de ETA (sin arrepentirse, oiga) para que formasen parte de las filas del partido. Reclutamiento y democracia. Dijo textualmente que necesitaban «las fuerzas de las celdas». La fuerza de los cementerios, siempre tan silenciosos, es cada vez más exigua frente a los que ahora ocupan las plazas con su sonrisa desmemoriada. E Iglesias aplaudió el gesto abertzale, que tildó de ‘recorrido ético’ (otro que no ha leído a Savater) y alabó a Bildu como «un éxito de la democracia que debería emocionar a todos». Por no recordar el caso de Rodrigo Lanza, asesinado por llevar unos tirantes con la bandera de España, y por quien Pablo (como lo llaman ahora en la SER) sintió tal desprecio que decidió reunirse con la madre del asesino. Y escojo solamente sus declaraciones bajo el altavoz de un cargo público. Si eligiésemos las que hizo cuando no tenía responsabilidad política más bien se tendría que haber levantado el resto de candidatos de la mesa, Angels Barceló incluida.

En un país que soporta el peso de mil muertos a manos de grupos terroristas resulta asfixiante esta tibieza, la violencia adversativa que se llena de perfume equidistante cuando los agredidos son los otros.

La sociedad descubre con dolor en qué se ha convertido la clase política, más pendiente de herir al contrario, de rescatar el guerracivilismo del 36 que de solucionar este desastre sanitario y económico en el que estamos envueltos.

El debate de la SER fue un bochorno estético, pero que a nadie le quepa ninguna duda de que fue intencionado. Y por ambas partes. Los que se fueron y los que se quedaron. Los que gritaron y los que llevan gritando años. Los lobos y los otros lobos con piel de cordero. Ahora muchos medios de comunicación alertan del peligro del fascismo en las instituciones. Recordatorio para los que reparten carnets de demócratas: Iglesias ha sido eurodiputado, diputado, ministro y vicepresidente. Ahora aspira a presidir Madrid. El hombre que proclamaba la guillotina en las plazas públicas se duele del ‘condenamos todas las violencias’. Sorprende que haya medios de comunicación que estén dispuestos a montarle la carpa del circo.