Si hortum in bibliotheca habes, deerit nihil (Si tienes un jardín en tu biblioteca, no te hace falta nada). Así dejó escrito Cicerón en una de las epístolas a sus familiares. Y ciertamente, una vez satisfechas las necesidades básicas de supervivencia física, nada hay que más alimente que nutrir el espíritu y el intelecto con el disfrute de la Naturaleza y del Saber.

Borges imaginaba el paraíso como una inmensa biblioteca, y es precisamente de la palabra persa pairidazea (que los griegos tradujeron como paradeisos), de donde deriva nuestro ‘paraíso’, con las evidentes connotaciones de inmortalidad y de locus amoenus prohibido y supremo perpetuadas desde el Antiguo Testamento. Aunque su significado es el mismo, en ‘jardín’ encontramos su paralelo mundano (como en el germánico garten, y el inglés garden).

Animo a visitar el precioso proyecto expositivo que puede verse estos días en el Museo de la Ciudad, «Donde Crecen los Mirtos», un trabajo que en palabras de sus autores, Vincent Sáez y Pascual Martínez, «aborda el significado del jardín al Oeste del Edén como punto de referencia en común a las tres culturas que han dejado su huella en la ciudad de Murcia».

En sentido metafórico (uso muy habitual del idioma), las flores de una biblioteca bien pueden ser los propios libros que, estáticos en las estanterías, florecen en las manos de quienes los abren y siembran su simiente fructífera en el pensamiento de aquellos que los leen o escuchan lo que estos tienen que decirnos, generando ideas y fomentando la creatividad. Pero si a ello añadimos un jardín de verdad, con plantas y flores ¡miel sobre hojuelas!

Conozco a pocas personas que, aunque confiesan no tener mano para el cuidado de las plantas, no disfruten con el panorama que proporciona un jardín florido o un bosque frondoso. Incluso con un paisaje árido salpicado de cactus, suculentas o plantas silvestres, si nos olvidamos de las molestas e irritantes alergias que a veces ocasiona el mundo vegetal, y que pueden llegar a ser verdaderamente discapacitantes.

Algunos fotógrafos han dirigido su mirada creativa al mundo de las flores y, con esa vocación de imprimir eternidad al momento efímero, han congelado la belleza de las flores, incluso literalmente, como es el caso del estadounidense Irving Penn, y, más cerca, María Manzanera o Teresa Arnal, en Murcia.

La fugacidad está representada de forma particular en las rosas, como Ausonio reflejó en su célebre verso «collige, virgo, rosas», reformulación del carpe diem horaciano que ha gozado de una tradición continua hasta nuestros días.

Se añade a la preocupación humana por el devenir y sus consecuencias, que acaba desembocando inevitablemente en la muerte, la sensualidad que se percibe en la desnudez de las flores, de la más exuberante a la más recatada. Una sensualidad que supo ver y exponer a la vista Robert Mappelthorpe, y, en otra clave, con absoluta exquisitez, el ya mencionado Irving Penn.

El binomio jardín-biblioteca lleva en el siglo XXI el nombre de Marco Martella, fundador de la revista Revue Jardins en 2010 y autor de E il Giardino creò l’uomo (ed. Ponte alle Grazie, 2013).

Aunque no es original, pues contamos entre otros con el ilustre precedente de nuestro Quijote, quiero subrayar la sutil genialidad de Martella: como terminó confesando, tanto Jorn de Précy, a quien atribuye la autoría de The Lost Garden, como Theodor Cerić, presunto autor de Jardins en temps de guerre, no son sino su alter ego, a los que dio vida literaria, publicando sus supuestas obras, con lo que logró confundir a crítica y lectores en general, pues muchos no percibieron que se trataba de personajes de ficción, heterónimos del autor.

Del primero nos decía que había nacido en Reykjavik en 1837, hijo de un rico comerciante de origen bretón, y que abandonó Islandia para viajar y acabar estableciéndose en 1865 en Greystone (Oxfordshire) donde se dedicó por completo a la creación de su jardín después de que una noche viera una película titulada The Garden de Derek Jarman en un cine de arte y ensayo, que le marcó profundamente. Este islandés errante habría influido en el mismísimo Claude Monet.

Por su parte, el poeta Cerić habría escapado al cerco de Sarajevo en la guerra de Bosnia y, tras renunciar radicalmente a la escritura, se recluyó en un pequeño paraíso que construyó en algún lugar de Croacia. Palabras suyas en la ‘traducción’ de Martella y que serían consideradas reflejo de su filosofía de vida son estas: «Il giardino: ultimo rifugio della spiritualità e della poesia; ultima frontiera al di qua della barbarie e dell’ alienazione...».

Y hablando de poesía, no puedo dejar de mencionar Jardín Gulbenkian, de Juan Antonio González Iglesias, Premio Gil de Biedma 2019, sublime poemario inspirado en el Museo-jardín luso que le da nombre. Es innegable que las Musas tienen un gusto exquisito.