El miércoles, en una emisora de radio me preguntaron cómo había sido mi 23F. No me lo esperaba, así que tuve que ir preguntándole a mi memoria cómo fue aquello según iba explicándolo, porque realmente hacía mucho tiempo que no evocaba esos momentos. Al contarlo, me fui dando cuenta de qué diferentes son estos tiempos de aquellos, de cómo es que hemos conseguido que pasen cuarenta años sin que nadie quiera salvarnos por medio de las armas, como ocurrió en aquella nefasta ocasión. Hoy voy a escribir aquí el relato de una tarde noche, que fue terriblemente agitada, porque creo que es necesario que unos lo recuerden y que otros lo conozcan. Mis vivencias pueden ser, quizás, significativas y parecidas a las que mucha gente vivió, y por ello voy a procurar no dar muchos nombres para que resulte lo más aplicable posible a esas otras experiencias.

Por aquel entonces yo era jefe de Estudios de un instituto de Cartagena. Cuando se produjo el ataque al Congreso, el centro estaba lleno de alumnos. Los directivos enseguida acordamos que donde estarían mejor los chicos y las chicas era en su casa, con su familia, en unos momentos tan preocupantes, así que me dispuse a pasar aula por aula. Hice la misma operación en cada una: entrar y explicarles la situación del modo menos alarmante posible, diciéndoles que sus padres seguro que querrían tenerlos en casa. Si había alguien que tenía problemas de transporte –muchos de ellos venían de pedanías más o menos cercanas – llamaba por teléfono a su familia para que vinieran a recogerlos o también se dio el caso de que algunos profesores se ofrecieran a llevarlos en sus coches a los domicilios de los chicos y chicas que no pudieron contactar.

El centro se quedó vacío y solo estábamos ya el director y yo mismo, sentados en su despacho, descansando un poco de aquella tarde infernal, cuando se abrió la puerta y vimos que un profesor, un hombre bastante mayor, entraba, decía ‘hola’ y se sentaba directamente en una silla. El director le preguntó que si quería algo y él dijo, con un tono bastante agrio, que había recibido una llamada de Madrid, y que le habían ordenado que estuviera allí sin moverse porque recibiría por teléfono órdenes sobre ‘lo que había que hacer’. Cuando escuchamos aquello – quítennos cuarenta años – los dos nos acercamos a él con aspecto bastante amenazador y le dijimos que se fuera de allí inmediatamente. Él hizo un gesto raro de llevarse la mano al interior de su americana, pero enseguida se puso en pie diciendo que nos arrepentiríamos de esto, y, con amenazas claras, salió y se marchó del instituto. Aunque no llegamos a verla, siempre pensamos que llevaba un arma.

En aquel momento, nos llegó por fax el edicto del general Milans del Bosch que afectaba a toda la Región Militar y por lo tanto a Cartagena. Miramos papeles y leyes, y entonces nos dimos cuenta que estábamos militarizados y que nos afectaba como directivos de un centro oficial. Teníamos incluso distintas categorías dentro del rango militar, y yo, que en la mili solo llegué a cabo, resultaba que ya era un oficial. Muy preocupados, cerramos el centro y cada uno se fue a su casa donde nuestras familias nos esperaban con más preocupación todavía.

Cuando conducía camino de mi casa escuché un ruido de motores muy fuerte a lo lejos. Luego supe que eran los tanques que habían comenzado a salir de su acuartelamiento de Tentegorra, aunque enseguida se volvieron a su base. En cuanto llegué, comencé a llamar por teléfono a todos los amigos que pensé que podrían sentirse en peligro por sus ideas políticas, o incluso su militancia en partidos ofreciéndoles mi estudio por si querían desaparecer de momento.

Todos estaban ya escondidos en distintas localizaciones. Todos, menos uno, el por entonces alcalde de Cartagena, mi amigo Enrique Escudero de Castro, que a mi llamada respondió con estas palabras: ‘Gracias, pero me voy ahora mismo al Ayuntamiento, me sentaré en mi despacho y ordenaré encender todas las luces, interiores y exteriores. A ver si tienen narices a venir a detener al alcalde democrático de Cartagena. Si quieres, vente aquí conmigo y charlamos y nos tomamos algo’. Y así lo hizo él. Yo me quedé en mi casa, con mi mujer y mis cuatro hijos, que estaban bastante asustados. Y, cuando salió el rey, me acosté.