Nadie debería ir a la cárcel por escribir una canción. Pero Pablo Hasél no está en prisión por haber compuesto este conjunto infame de versos, con rimas imposibles y un gusto que solamente define el odio que lleva dentro de sí. No, no está en la cárcel por sus ritmos ni por sus palabras, por más que los adoquines y los cócteles molotov de la última semana repliquen esta mentira en las calles de Barcelona y Madrid. Por más que el vicepresidente del Gobierno saque de nuevo el altavoz y el perfil mitinero y el presidente del Gobierno se ponga de perfil.

El Gobierno de Jano que padecemos se reviste estos días, con las plazas ardiendo, de una disparidad de discursos alarmantes. A la misma vez, es beligerante y cobarde. Es acusación y acusado, el bien y el mal. Dos naturalezas contrapuestas que se sientan en el Consejo de Ministros, como si se tratase de países diferentes. Unos ministros gritan que España aún es una dictadura y otros que vivimos en democracia. Moncloa y Galapagar rapeando la pandemia, que sigue ahí aunque las calles ardan.

Esta suerte de Mayo del 68 que estamos viviendo no cuenta con un presidente de derechas al que dirigir los adoquines. Es una pena que la estética de esta historia se revista de realidad. A Pablo Iglesias le gustaría, aunque fuera por unos minutos, poder salir en público y decir que el Gobierno es autoritario, que es heredero de los limos del Franquismo y que España sufre la enfermedad del fascismo. Pero se nota el pulso acelerado en el corazón (el agitador nunca deja de serlo) y recuerda el minúsculo detalle de que él forma parte del Gobierno. El ‘pavée’ francés volaba mejor cuando se lanzaba contra De Gaulle, que vivía en un palacio mucho más oxidado que Galapagar, de reciente adquisición y, a diferencia del Eliseo, de propiedad a perpetuidad.

Pero entendamos que el fuego de las calles no se alimenta solo. Se quiere hacer caer el régimen democrático que se formó en el 78. Y para ello, cualquier causa se hace pasar por justa. Hemos descubierto desde que Pablo Iglesias saltó al estrellato que vivimos en un país machista, homófobo, un país que encarcela a los políticos catalanes por sus ideas, y no por sus actos, un Estado cuya Justicia es arbitraria, con policías que solo creen en la Ley del Talión y con políticos (los que están a la derecha de Pablo, claro) que son la encarnación de Carrero Blanco. Cualquier causa es buena para agitar el árbol de la democracia. Ayer fueron los presos de ETA, Alfon, Junqueras, los Jordis y Rodrigo Lanza, que asesinó a un hombre por llevar los tirantes de la bandera de España. En todos los casos el Estado, personificación del mal, aplasta con sus garras totalitarias a ejemplos de virtud, segmentos de una España incompleta sin la verbena revolucionaria.

Aunque el caso de Pablo Hasél es especialmente flagrante. Basta echar un vistazo a las causas penales que, bien por sentencia o bien en procesos judiciales abiertos, acorralan al adalid de la libertad de expresión moderna. La primera condena en firme le costó dos años de cárcel, en 2014 (pena que no llegó a cumplir) por discurso de odio. En su repaso lírico decía que «no le daba pena [el] tiro en la nuca pepero (SIC)», y animaba también los asesinatos de socialistas, como Patxi López o Bono (con piolet en la cabeza, como Trotsky). En 2016, la agresión a un periodista de TV3 en la Universidad de Lérida (le empujó y le roció con productos de limpieza tóxicos) le costó seis meses de prisión por lesiones. El adalid de la libertad de expresión, vociferan las masas con pasamontañas. En 2017, fue condenado por desacato a la autoridad. En 2018, lo imputaron por un delito de intento de asalto a la subdelegación del Gobierno de Cataluña, en protesta contra la detención de Puigdemont en Alemania. El juicio está por resolverse. El pasado jueves, la Audiencia de Lérida lo sentenció a dos años y medio de cárcel por amenazar a un testigo.

Resulta estremecedor que en España pasemos por alto de una forma tan ligera la figura retórica de ‘los tiros en la nuca’. Y nótese la ironía. Un país con un presente tan trágico (porque los asesinatos de ETA no pertenecen aún a ese abismo del ayer) no puede permitirse la frivolidad con las que se insulta a las victimas. Apenas tenía diez años el rapero Hasél cuando un etarra disparó en la nuca a Alberto Jiménez Becerril y a su esposa, Ascensión García Ortiz, dejando huérfanos a tres hijos pequeños. Nueve años estaba por cumplir el joven aspirante a delincuente cuando dejaron el cuerpo moribundo de Miguel Ángel Blanco en un contenedor de basura. Esos son los ‘tiros en la nunca’ que celebra el artista de las barricadas, el que utiliza la Universidad como cueva para atrincherarse, pero no para aprender la historia o los misterios de la métrica.

Pero lo más grave de esta situación es el conocimiento que tiene nuestro vicepresidente del Gobierno sobre este individuo. Ahora que ha llegado al palacio de cristal del poder clama venganza por la encarcelación de un ‘chaval’ (como los de Alsasua, que casi matan a unos guardias civiles con sus novias). Es este el estado catatónico en el que nos tiene la alargada sombra de Podemos. Una conciencia miserable que le hace a Pablo Echenique escribir tuits de apoyo a los manifestantes mientras cientos de comercios son destrozados al albur de la violencia gratuita. No hay rabia en su gesto. No hay reivindicación política. Solamente banalidad del mal. Sus escaparates rotos y sus contenedores quemados están respaldados por un discurso que nace del Gobierno. Están protegidos por un sistema que les enseña que sus acciones no tienen consecuencias. El vandalismo se ha convertido en España (y en especial en Cataluña) en una prueba de iniciación, iphone en mano, mientras las redes sociales se llenan de retratos humeantes. Si los manifestantes parisinos del 68 solían conjugar el adoquín con libros de Herbert Marcuse, los españoles parecen no haber encontrado su referencia bibliográfica, más allá de los tuits de Echenique, Colau, Errejón o Iglesias.

Esta elevación del vandalismo a la categoría de libertad de expresión sugiere una enfermedad social alarmante. Se quiere hacer de Pablo Hasél un Fray Luis de León, un artista supremo sepultado por una España retrógrada, que no ha cambiado ni un ápice desde los tiempos de la Inquisición. Pero no es así. En Hasél no hay sosegada vida, no hay inteligencia, no hay crítica. Solamente hay ruido. Ruido y delito. Varios, ateniéndonos a los tribunales de Justicia, que han sido numerosos. Sus canciones no nos llevan al edén terrenal donde los sabios solían ir a olvidarse del mundanal ruido. Al contrario, sus versos invocan el caos y el odio. No existe una reflexión en sus estrofas, sino la justificación de la violencia, el enaltecimiento del terrorismo y la elevación del asesinato a la heroicidad cotidiana. Su ‘locus amoenus’ es el terror, el asesinato vil por la espalda. La cobardía del tiro en la nuca. Esas son las gestas que canta.

Pero el problema de nuestra sociedad no es que un Pablo Hasél escriba esas letras. Todo es mucho más profundo. La condena de nuestro país como conjunto humano es que medio Gobierno le dé al play y otorgue más valor a sus letras que al Código Penal, y no digamos la propia Constitución. Mientras tanto, el otro medio Gobierno parece sentirse a gusto entre el mundanal ruido.