Una amiga lectora me enseña su flamante kindle, un artilugio liviano del tamaño de una mano extendida y cuya superficie está cubierta por una pantallita grisácea de la que emergen palabras como peces mustios que flotaran en una pecera. Se utiliza para leer, y como para leer ya existe el libro, se supone que este invento ofrece nuevas posibilidades a la lectura. Sin embargo, todas ellas son accesorias y sospechosamente saboteadoras del propio acto de leer, pues prometen la supresión de aquello que le da valor: no pesa, no cuesta, no vale, no ensucia. Desaparece tragado por la nada en cuanto dejamos de leer bajo la idea supersticiosa de que la lectura es una actividad mental y el libro un instrumento. «Mira mi Kindle Oasis», me dice. «Tíralo». «Dime una novela y lo estreno». «¿Para leer ahí?». «No seas rancio». «Cada vez que pases una pseudopágina de esas, una hoja verdadera caerá muerta de un árbol en algún sitio». «De árboles y libros mejor no hablamos?». Cada triunfo de las máquinas es un clavo en el ataúd de la humanidad y el Arte era lo único que nos mantenía a salvo.

El fútbol, como una forma de arte, también. Cuando se instaló el VAR ya advertí que no sería más que una forma diferente de equivocarse y, por lo tanto, una completa inutilidad. Ahora pienso que me quedé corto. Es una forma peor de equivocarse. El Var es equivocarse de la forma equivocada. Pero como todos los fracasos, nos enseña algo valioso: hemos aprendido que el error humano (las injusticias provocadas por la ambición, la ira, las pasiones, etc) forman parte esencial del juego. El VAR arrebata la libertad de los participantes a cambio de la justicia ciega de la máquina, una ilusión inducida por la fe en el progreso. Amábamos el fútbol porque era como la vida: irreversible, azarosa, injusta, violenta, tramposa. El éxito y el fracaso pendían de un instante a toda velocidad, y ambos pasaban hasta terminar confundidos con la sucesión de las jornadas. Hechizados por el poder de la máquina, la vida con el VAR es el apogeo de la cámara lenta, el tiempo detenido que únicamente puede ser captado por el ojo de Dios.

La técnica nos condena al sucedáneo apartándonos de lo que somos y podemos llegar a ser. Las palabras flotantes del kindle o las rayas milimétricas del fuera de juego nos llevan a una realidad que solo existe en la estúpida perfección de la máquina. Los libros, como los partidos, nos unían a lo que somos de una forma mágica, como esas barcas que uno encuentra entre las dunas: parecen abandonadas, pero su madera atesora la lluvia, el viento, la arena y las voces de nuestro viaje.