Ella es feliz. Está casada con un hombre alto, educado y elegante, que le abre la puerta del coche y la deja pasar, con una mano apenas rozándole la espalda como si acariciara un diamante. Tienen una hija pequeña a la que han dejado en el hotel al cuidado de una canguro. Acaban de salir de una fiesta en el momento oportuno para no dar a entender que han ido por compromiso. Todavía es temprano y la tonalidad azul que las luces de neón dan a la noche les ha animado a dar un paseo. Su vestido largo y el abrigo de él desentonan un poco con el ambiente bohemio de la calle. Aunque tiempo atrás esa era su ciudad, ahora ya no lo es. No se atreve a decirlo, pero esas cosas se notan. Sin embargo, a ellos no parece importarles, como si no necesitaran ya, protegidos detrás de sus movimientos lentos y su actitud vagamente contemplativa, dejar su pequeña huella en el tiempo de la ciudad.

Caminan muy juntos, él ajustando la zancada a la de ella, que a su lado parece flotar, a cada paso un poco más ligera, como una nubecilla que bordeara un remolino de viento. Parece que a ella le cuesta enfocar la mirada. No reconoce la ciudad, aunque la ciudad sí la reconoce a ella, y la llama: una música que sale por la puerta entreabierta de un bar, dos jóvenes que tropiezan al cruzarse en un semáforo, una chica apoyada en el capó de un coche inspeccionando el tacón del zapato, una hoja que rueda cuesta abajo y echa a volar€

Su paseo termina frente a un club de jazz. Él le pregunta si le apetece tomar una copa. En el escenario el pianista toca las últimas notas de una canción que ella recuerda. Antes de verlo, ella ha adivinado quién es. La música carga de electricidad el local y lo llena de silencio, como si estuvieran solos. Ella empieza a ver con una claridad nueva, percibiendo el límite de las cosas con la parte de sí misma que, aunque la había olvidado, estaba desaparecida. Y entre su mirada y la espera de la devolución de la mirada, el deseo ausente cobra vida. El pianista sigue tocando, ahora solo para ella, haciendo vibrar el espacio entre ellos dos y, a la vez, irradiando la ausencia de tantos años. Cuando acaba la canción, él cierra las manos y enfrenta su mirada, solo para contemplar, por segunda vez, su huida, como si no le faltara nada.