Los latinos somos más alegres, impulsivos, extrovertidos, ingeniosos... hay tantos tópicos acerca de cómo somos los latinos frente a otras razas supuestamente más frías, más cartesianas o simplemente sin más sentido vital que la laboriosidad. Sinceramente, hay tantos piropos, que deberíamos hacérnoslo ver. Ciertamente que hay rasgos comunes entre los pueblos latinos, pero tenemos también tantos distintivos que da miedo. Entre los pueblos iberoamericanos hay diversidad al tiempo que el único nexo común sea el origen de las lenguas romances. ¿Hay de verdad una idiosincrasia de los pueblos?

Por ejemplo, los italianos no necesitan llenar las plazas de semáforos, ni siquiera de líneas en el suelo. En cambio en España parece que si no inundamos las rotondas de semáforos y particiones de carriles, de ceda el paso, de todo lo habido y por haber, no estamos contentos. Aquí pretendemos ser un país de servicios, especialmente turísticos, pero a Roma van los turistas sin ningún reclamo de sol, playas, golf o ni siquiera calles bien asfaltadas. La diferencia más bien consiste en que unos quieren y otros son. En Italia no parece que haya políticos más honrados que en España, pero el país funciona pese al desgobierno, mientras que en nuestra patria si no gobierna nadie nos paralizamos hasta que aparezca un Xavi Hernández o, por lo menos, un Xabi Alonso. En Italia no necesitan ponerle etiquetas a todas las piedras, de tantas como tienen.

En España, no sabemos qué hacer con algunas. Bueno, esto tampoco es así del todo, pues pasa en Murcia, donde algunas piedras se perderán para siempre bajo un geotextil colocado apresuradamente por orden de un juzgado, otras esperan aún la inauguración del museo, por sólo una parte de los millones de euros que ya se llevan gastados; y, mientras tanto, Cartagena nos da una lección de cómo rescatar y conservar un pasado tan rico que no necesita más que vestirse de gala para que se disparen todos los flashes. Y hablamos de dos ciudades a menos de 50 kilómetros de distancia. Mientras en Carthago Nova se excava el suelo del foro romano, en Mursiya se oculta el soto banco de la Torre de la Catedral, no vaya a ser que alguien descubra una curiosa historia que contar. De cómo por una peculiar forma de cimentar de unos constructores de catedrales italianos pudo haber pasado lo que en el Campanile de Pisa, pero se quedó en lo mismo que la Plaza de Romea: volvamos a inhumarlo todo a la espera de mejores tiempos. Al menos, no se ha incinerado, como en tantos casos del Patrimonio Histórico. Y todo eso también hace la idiosincrasia de un pueblo, incluso la de una ciudad.

Son inminentes las elecciones municipales y autonómicas. Ciertamente deberían ser importantes para nosotros, pues nuestros destinos no se rigen sólo desde Bruselas haciendo el caldo gordo a la banca, también la cotidianidad forma el paisaje urbano, desde la limpieza de las calles a la atención de los menos favorecidos. El paisaje de rotondas y rotondas, simples o dobles, llanas o inclinadas, con o sin ignotas obras del arte moderno. Pero igual que nadie nos prometió más rotondas que donuts, ¿ustedes creen que someterán a votación el tranvía de la Gran Vía? Yo, sinceramente, no. Pero créanme que me gustaría. Tantos años llevamos sin decidir nada en esta ciudad olvidada de Ibn Mardanish, que no creo que nadie pregunte si queremos parques o parking, jardín botánico o simplemente barracódromo, no les digo nada en pedanías. Un sólo dato: son habitadas por más de la mitad de la población del municipio, pero sólo reciben de éste aceras y alguna que otra luminaria. ¿Cómo se explica entonces el poder de los pedáneos para decidir cuestionar el candidato a la alcaldía? Quisiera pensar que es éste aquel idealizado Reino de la Urdienca del que hablara mi amigo Diego Ruiz en aquellos impagables bandos panochos.