Una conversación con una de las personas más honestas e inconformistas que tengo la suerte de conocer me sacude interiormente y me plantea unas cuestiones inquietantes. ¿Hasta dónde hemos manipulado y violentado el umbral de nuestra conciencia? ¿Qué cosas, de las que pensábamos que jamás toleraríamos, aceptamos hoy sin escrúpulos, o incluso miramos con indiferencia? ¿Dónde quedaron esas líneas rojas que nos prometimos no traspasar, en ningún caso? ¿Cuál es la gota, en el caso de que existiera, que desbordaría el vaso de nuestra paciencia?

La mañana siguiente de tan interesante conversación, al leer la prensa del día, observo con sorpresa que mi mirada ha cambiado. (¿Habrá todavía quienes ignoren el poder transformador de la palabra?) Los titulares que se me ofrecen en portada no aparecen como los más relevantes. Es más, me resulta incomprensible que declaraciones reiterativas y vacías de políticos sin credibilidad puedan merecer tanta atención. (¿Cómo es posible que la mayoría de los periódicos coincidan en sus portadas al definir lo que suponen el interés prioritario de la opinión pública?). Tengo que pasar varias páginas hasta tropezarme con una información que merece verdaderamente mi atención: la tragedia de Lampedusa. Bueno, una tragedia más, de una larga lista con miles de fallecidos, esta vez de mayores dimensiones, en una isla convertida ya en cementerio improvisado de ilusiones y vidas truncadas.

Cientos de personas, muchas de ellas mujeres y niños, que huían del hambre y de la guerra han fallecido a bordo de un barco al no haber recibido el auxilio de varios pesqueros que no les socorrieron, a pesar de advertir que necesitaban ayuda. El hecho escandaloso y repugnante es la muerte, en condiciones dramáticas de tantas víctimas inocentes del desorden establecido, junto a la conducta criminal de los legisladores y de algunos pescadores; sin embargo, los fallecidos ni siquiera merecen ser, para muchos medios de comunicación, el centro de su atención. Los titulares de prensa, la mayoría en páginas interiores, no se centran en el análisis y en la denuncia de las causas, ni en la búsqueda de posibles soluciones. No, aluden, fundamentalmente, a la disputa entre personas e instituciones a la hora de eludir responsabilidades.

El ayuntamiento de Lampedusa culpa al Gobierno italiano. El Gobierno italiano culpa a la Unión Europea. Bruselas devuelve la culpa a Italia del control migratorio de sus fronteras. Los pescadores afirman, exculpándose, que el Gobierno de Berlusconi tipificó como delito socorrer a los inmigrantes. En el colmo del cinismo hay quienes acusan indirectamente a los propios inmigrantes. Ellos, afirman sin datos, iniciaron el fuego en el barco para reclamar la atención y el socorro de otros barcos. Si en lugar de cometer esa imprudencia hubieran tenido el detalle de llevar un teléfono móvil para pedir ayuda, se les hubiera auxiliado a tiempo...

Un estremecimiento de náusea e indignación nos sacude frente a tanta mezquindad. ¿Dónde está nuestra sensibilidad, dónde los valores de los que nos enorgullecemos, dónde nuestra conciencia de seres humanos, esos que nos identifican como personas con unos mismos derechos y una misma dignidad? ¿Podremos seguir mirando hacia otro lado ante los continuos naufragios de pateras que siembran periódicamente nuestras propias playas de cadáveres? ¿Nos sumaremos, al igual que sucede en Italia, a la cadena exculpatoria de responsabilidades sin preguntarnos si está a nuestro alcance alguna toma de decisiones, por pequeña que ésta sea? ¿Servirá al menos este hecho para que reflexionemos sobre cuál es nuestra propia opinión frente a las leyes que regulan la inmigración en España? ¿Nos moverá este drama a colaborar con las organizaciones que ayudan a inmigrantes, desplazados, refugiados, o a personas en busca de asilo?

Lampedusa se ha convertido ya en una metáfora, en un símbolo de nuestra conciencia moral y de nuestra escala de valores como europeos. Mientras Administraciones y gobernantes confiesan hoy su impotencia e intentan lavar su mala conciencia declarando un día de luto con banderas a media asta, desde las costas africanas siguen zarpando en estos momentos pateras cargadas de miedos y esperanzas que volverán a poner a prueba nuestras convicciones. Giusi Nicolini, alcaldesa de Lampedusa, ha enviado una carta a la Unión Europea con un título perturbador: «¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?».