Dicen los que entienden del tema que cuando somos jóvenes tendemos más hacia los pensamientos progresistas o de izquierdas y que conforme vamos madurando nos volvemos más conservadores y de derechas. También dicen que con la edad el radicalismo natural de la juventud se va perdiendo y, poco a poco, nos volvemos más moderados y conformistas.

Pues que sepan los entendidos que, en mi caso, sus reglas generales no se cumplen. Debo ser una de esas famosas excepciones que confirman la regla, porque cada día que pasa me vuelvo más de izquierdas, más radical y, lo que es peor, más intransigente.

Toda mi vida pensando que era una persona tolerante y dialogante, que defendía con vehemencia mis ideas porque las tenía muy claras y arraigadas, pero respetando otras formas de pensar y actuar, para encontrarme ahora, con medio siglo sobre mis espaldas, reconociendo que me he vuelto intolerante.

Vaya en mi descargo que esa intransigencia e intolerancia de la que hablo no se ha generado de un día para otro, por generación espontánea, sino que ha ido madurando en mi interior, primero como un ligero malestar, luego desencanto e incertidumbre y posteriormente, cuando ya no he podido aguantar más, un cabreo monumental, sostenido y persistente.

Ahora, me declaro públicamente un intolerante contra la intolerancia. No soporto a los que quieren imponer sus ideas sin importarles lo que piensen los otros; no soporto a los que se consideran en posesión de la verdad suprema, a los que se arrogan el poder de decidir por el resto de la Humanidad, a los que no respetan las libertades individuales ni la libertad de ideas y pensamiento; no tolero a los intolerantes.

Por eso, cada día me cuesta más trabajo permanecer callado ante la intransigencia clerical de la Iglesia católica y la Conferencia Episcopal, que se creen con derecho a opinar de todo, imponer sus dogmas y exigirnos a todos su cumplimiento. Una Iglesia anclada en el pasado, elitista, casposa y sexista, donde han proliferado las pseudo-sectas radicales para imponer sus ideas retrógradas, intransigentes y autoritarias, basadas en el poder económico, político y legislativo.

No entiendo ni acepto una religión basada en la imposición, el castigo o el miedo. No me creo que, aconsejados por intercesión divina puedan decidir por nosotros lo que debemos hacer con nuestro cuerpo, con nuestra sexualidad, con nuestra familia, con la educación de nuestros hijos e hijas o con el voto que depositamos en una urna.

No transijo con su homofobia ni con su intransigencia respecto al matrimonio homosexual, el aborto o la eutanasia. No comparto su machismo, sus complejos respecto a la sexualidad ni su visión impura de ésta. No acepto su demagogia cuando intentan justificarse. No coincido con su visión del mundo y la sociedad, aunque hasta ahora, la he respetado. Siempre he pensado que allá cada cual con sus creencias y que si una persona decide libremente profesar una determinada religión, el resto debemos aceptarlo y respetarlo.

Sin embargo, como nos decían en el colegio, "la libertad de cada uno termina donde comienza la de otro" y aquí es cuando surge el gran problema. La Iglesia católica tiene el derecho y, si me apuran, la obligación, de aconsejar a sus fieles, de marcarles el camino a seguir hacia la salvación o de fijar sus normas y mandamientos, pero sólo para los católicos. Al resto, creyentes de otras religiones, ateos, agnósticos o lo que queramos ser cada uno, deben respetarnos y dejarnos vivir en nuestra libertad.

¿Estamos equivocados? Pues vale, lo asumimos y les agradecemos el consejo, pero muchos preferimos elegir libremente, aun a riesgo de equivocarnos, antes que vivir sometidos a lo que decidan otros, por muy bien que lo hagan.

Ya ven, con la edad, me he vuelto más intransigente, menos tolerante y un inconformista convencido, pero me siento más libre.