Hace unos pocos días, domingo por la tarde era, estuve con un amigo en la terraza de una heladería. Este amigo y yo nos conocemos desde hace más de quince años, somos como hermanos, y acostumbramos a quedar el domingo por la tarde para dar un paseo y cenar juntos. Soy un hombre de costumbres y me reconforta saber que haga frío o haga calor, llueva o truene, abrase el sol o sople el viento, hay una serie de actividades que siempre se producirán en el momento de la semana en el que llevan produciéndose desde antes de que recuerde. Estas pequeñas repeticiones en el día a día me dan tranquilidad, paz y una especie de sensación de continuidad que me hace la vida un poco más llevadera frente a los nervios y tensiones del día a día.

El caso es que era domingo y mi amigo y yo estábamos en la terraza de una heladería. Él tomaba un cucurucho de helado de un sabor que no recuerdo. El mío era de chocolate a la naranja. Siempre pido helado de chocolate y, en los meses de primavera y verano, que es cuando está disponible, de chocolate a la naranja. Es un helado extraordinario. Con unos trozos de naranja natural tan grandes y buenos que te preguntas si comes helado con naranja o naranja con helado.

Mientras disfrutábamos en silencio de nuestros cucuruchos y veíamos pasar a la gente frente a nosotros arriba y abajo en la céntrica calle, me fijé en una pareja sentada a una de las mesas del interior de la heladería. Era una pareja de ancianos. De algo más de ochenta tanto ella como él. Él vestido con unos pantalones negros y una camisa blanca. Corbata azul y chaqueta del mismo color. Zapatos y calcetines negros. El pelo blanco, brillante, peinado hacia atrás. Ella falda oscura, blusa blanca, chaquetita roja. Zapatos negros de corto tacón. Un broche en forma de libélula en el pecho. Los pendientes dos esferitas doradas. El pelo castaño claro. Él alto y recio aún y su avanzada edad. Ella menudita y pizpireta en sus movimientos. Serio él. Con una media sonrisa relajada ella. Él bebía un café. Desde mi silla en la terraza no pude distinguir de qué clase. Ella apuraba una tarrina pequeña de helado que adiviné de vainilla en el par de ocasiones en que giró el recipiente de cartón. Se cogían de la mano sobre el metal de la mesa de la heladería. Se miraban de vez en cuando y sonreían tranquilos. No pude evitar quedarme mirándolos. No se dieron cuenta, afortunadamente. Lo último que hubiese deseado hubiera sido molestarles. Pero no fui capaz de no mirarles mientras permanecieron allí y hasta que se fueron poco tiempo después.

Viéndoles me preguntaba qué vida habrían tenido. Les supuse casados. Ambos llevaban anillo de matrimonio y se comportaban como tal. Así que les imaginé casándose hace cincuenta o sesenta años, en una España completamente distinta a la actual. Confiados, felices, alegres, dispuestos a embarcarse en una aventura que habría de durar toda una vida y que comenzaría de abajo para ir subiendo poco a poco. El piso, los muebles, el cochecito que se compraron bastante tiempo después y tras mucho ahorrar. El trabajo de él, del que ya se jubiló y que fue de los que duran toda la vida, como duraban antes las cosas. El de ella, a media jornada, porque nunca quiso perder esa pequeña parte de su vida anterior que la hacía sentirse viva y dinámica. Los hijos, que llegaron sanos, gracias a Dios, pero que no por ello no dieron uno y mil problemas. Los nietos después, qué guapo que es el último que les ha nacido. Una vida entera que ahora, tras vicisitudes y quebrantos, alegrías y felicidad, transcurría calmada sin esperar nada más que el café y el helado de cada domingo por la tarde o el paseo por la calle arbolada de los sábados por la mañana. La comida con los hijos y los nietos cada fin de semana. La cena ligera de los viernes por la noche en el bar de la esquina con los amigos de toda la vida, que conforme pasan los años termina antes, porque cada vez somos menos y los que quedamos cada vez nos cansamos antes.

Una vida normal. Una vida como cualquier otra. Como podría ser algún día la mía o la de usted que me lee ahora. Viéndoles traté de imaginarme los motivos que les llevaron a elegir casarse el uno con el otro y no con esa amiga de su hermano que era tan guapa o con ese vecino que llevaba toda la vida cortejándola a ella y, entonces, él le pasó suavemente la mano por la mejilla a ella limpiándole una marquita de helado que le había quedado tras la última cucharada y la miró tierno, serio, formal, como mira un hombre cuando, tras toda una vida junto a una mujer, sigue queriéndola como si sus arrugas no estuvieran allí y su sonrisa siguiese siendo la que le enamoró aquella tarde de primavera hace tantos años que ya no recuerda nada salvo la luz de sus ojos al sonreír y lo desarmado que se sintió al verla. Tal vez, pensé apurando mi helado de chocolate a la naranja, el amor para toda la vida sea aún posible en este mundo en el que todo pasa tan rápido y nada parece querer quedarse con nosotros más que hasta el siguiente corte publicitario.

Tal vez todos deseamos lo mismo, seamos de la generación de la que seamos, sean cuales sean nuestras ideas y nuestra forma de vivir la vida. Alguien a quien deslizarle los dedos por la mejilla sin ver otra cosa que los sentimientos que un día tuvo por mí y que aun hoy mantiene. Alguien que deslice su mano en mi piel marchita viéndome como soy y no como toda una vida de esfuerzos y cansancios me ha dejado. Una persona que se tomé un café o un helado a nuestro lado sin necesidad de hablar, pues ya nos lo hemos dicho todo y sabemos, sólo con mirarnos, lo que piensa aquel que tenemos a nuestro lado. Un amigo, un compañero, un aliado. Una mano que me coja bien fuerte en tantas y tantas cosas como habrán de pasarme en este breve, fugaz, inexistente tránsito llamado vida.