Como profesional del castellano, yo celebro que la crisis haya llegado a los restaurantes populares, porque, aunque den peor de comer (cuando alguien dice "hemos cambiado de proveedores" hay que echarse mano preventivamente a la hoja de reclamaciones, porque siempre son proveedores más baratos), dan por contra mucho mejor de leer. La crisis habrá empeorado la calidad pero ha mejorado el estilo literario de los platos de esos establecimientos. Ya no se me pone la piel de gallina echándome a la cara tantas cartas de sitios de quiero y no puedo llenas de diminutivos ridículos, de circunloquios presuntuosos y de exclusividades meramente imaginarias. "Boletus edulis con inspiración de oricios de roca atrapados artesanalmente en la recoleta cala de la Abuelita Asun", solía poner cualquier pringoso menú de merendero. "Pero tiene que ser de la Abuelita Asun, eh, que si no yo lo noto enseguida", decía el comensal de nudillos peludos al desabrocharse el cinturón para sentarse a la mesa. Eso se ha terminado. En los establecimientos populares vuelve a leerse esa frase bellísima: "Hay migas en días de lluvia".

La falta de dinero ha revertido directamente en la ausencia de prosopopeya, que ya no nos podemos permitir, y ahora los 'boletus edulis' han vuelto en las cartas de numerosos restaurantes a ser setas normales, los 'oricios' ya son los erizos y la otra palabreja ha vuelto a Asturias, de donde nunca debió salir, y la presuntamente exquisita 'Abuelita Asun' se revela como una prosaica piscifactoría, a la que no se cita en ninguna carta. Como en todo, la artificial riqueza española creó una burbuja terminológica en los restaurantes, de modo que si los platos no contenían más palabras al peso que ingredientes comestibles se consideraba que no estaban a tono con la época y que sólo eran para pobres. Hasta hace poco la calidad de un restaurante se medía por palmos: los que tenía la descripción sobre el papel de cada plato. "¿Han decidido ya o les concedo un poco más de tiempo", decía el camarero cuando el ambiente concentrado que flotaba en el comedor era exactamente el de la Biblioteca Vaticana. Había que venir leído y decidido de casa.

La crisis está repercutiendo tan saludablemente en la precisión de las cartas de los restaurantes que llegaremos a la sublime economía terminológica que había en España en el hambre de la postguerra, cuando uno llegaba a una venta y en la carta del menú aparecía una solitaria y dignísima palabra: "Pregunte".