Mi peluquero, Andrés Gascó, al que soy fiel desde hace más de veinticinco años, es un filósofo. Y no me refiero a que hable de lo divino y lo humano mientras te corta el pelo, que eso, comedido como él es, no entra en sus costumbres. Me refiero a que mientras espera el próximo cliente mi peluquero no se entretiene ojeando el Hola o las muchas revistas de semejante condición que pone a disposición de sus clientes, ni tan siquiera chateando con su móvil, lo que también sería coherente para el gremio de peluquería en estos albores del siglo XXI.

Mi peluquero mata el tiempo entre corte y corte leyendo filosofía. En cada ocasión lo encuentro con un libro distinto, de esos tipo biblioteca breve del pensamiento. El último libro que reposaba sobre su mostrador era La Rebelión de las Masas, de Ortega y Gasset. Con anterioridad le vi leyendo el libro fundamental de un pensador sueco, socialista utópico de mitad del siglo XX, que abrazó la metafísica tras conocer la obra de otro tipo convenientemente nórdico que tampoco me sonaba ni lo mas mínimo, aunque reconozco que tuve la delicadeza de mentirle sobre este extremo.

No sé explicarlo muy bien, e igual es un punto esnobista por mi parte, pero me da buen rollo que mi peluquero lea filosofía.

Pero además es que en la piscina donde voy a practicar el sanísimo arte de enseñar a nadar a mi cría, coincido con un profesor jubilado de filosofía que practica el mismo deporte acuático con su nieta. Que muy de cuando en cuando, en la atmósfera cargada de hombruna del vestuario, floten un par de nombres de clásicos o de pensamientos aristotélicos, también me da un tremendamente esnobista buen rollo, y tampoco sé explicarlo.

El caso es que mientras todas estas cosas me ocurren, de puro snob, me entero que en los nuevos planes educativos del Gobierno la asignatura de filosofía dejará de ser obligatoria. Y eso no me da ni una pizca de buen rollo.

Ahora es cuando me tocaría darle un poco de coherencia a esta columna defendiendo la preeminencia del conocimiento, argumentando la importancia de la filosofía en el sistema educativo, explicando la relevancia de enseñar a pensar, ensalzando la filosofía como una gimnasia mental que predispone a estar más preparado, o recordando la aportación de mis propios profesores de filosofía en la forja indeleble de mi misma mismísima personalidad, de mi ente en cuanto ente. Pero no me apetece.

Me apetece ser un poco más claro. Decir que una sociedad que reniega del pensamiento es una sociedad condenada al fracaso. Decir, quizás, que no entender que la filosofía es clave en la enseñanza es una excelente muestra de que quien tiene que hacerlo no entiende que la mente que luego será especializadamente científica o técnica requiere que sus neuronas se vayan engarzando con conceptos que provienen del mundo de las ideas. Decir, finalmente, que sin filosofía seremos más lerdos, más simplones y, al cabo, más ineptos.

A mi ya no me toca, porque siempre me quedará mi peluquero y mi compañero de piscina, pero me da tristeza que nuestros pequeños no vayan estar tan en contacto como nosotros estuvimos con conceptos y procesos de pensamiento tan deliciosamente bellos y tan radicalmente útiles, se pongan como se pongan, como nosotros estuvimos en aquellas preciosas mañanas de instituto en clase de filosofía.