Son las diez y media de una apacible mañana invernal; la hora convenida. Elías Meana, colega y vecino de Salvador Cuesta Pellicer (Murcia, 1918), ha sido quien ha concertado el encuentro. Anoche, me recordó por el teléfono que al anciano no le agrada madrugar.

Un nieto me hace pasar hasta una galería acristalada, situada al final del chalet. Encuentro a Salvador Cuesta en el único rincón soleado de la estancia, sentado en su silla de ruedas, con una manta a cuadros cubriéndole las piernas. Está mirando el jardín.

—Esta es la luz que he perseguido durante toda mi vida, la que siempre quise escribir. ¿No es un portento?

Desde las primeras palabras de la conversación, detecto el interés del anciano en recordar otros hechos distintos del episodio que me ha movido a venir. Por mi parte, pruebo a centrar la entrevista.

—¿Es cierto lo que me han contado —le pregunto a bocajarro—, que usted intentó matar a Franco?

En el mundillo literario de Murcia todos conocen a Salvador. Aunque, desde que dejó Madrid -y de eso hace ya veinte años- no ha vuelto a escribir. «Un día, decidí quebrar la punta al lápiz, y entregarme a la lectura y el recuerdo», así ilustra su retiro de la creación artística. Ahora vive en La Alcayna, una afable urbanización cercana a la capital, con la familia de su única hija, Marisa, profesora de Física y Química en un instituto de educación secundaria de la región.

El cabello blanco, un poco largo y desordenado, nos devuelve el eco del inconformista que siempre fue. En absoluto presenta el aspecto de un hombre de casi noventa años. Ha habido momentos durante la cita en los que el escritor ha perdido la mirada más allá del ventanal, guardando elocuentes silencios. He aprovechado esos instantes para explorar su rostro y apenas he descubierto arrugas. Debe tenerlas ocultas debajo de la piel, al igual que otros pasajes oscuros de su vida.

Ganador del Gabriel Miró de relato y del Nuevas Letras de novela, tiene editados doce títulos, que abarcan todos los géneros literarios —también el de poesía—. Sin duda, su libro más celebrado fue Malaventura, con el que resultó finalista del Nadal. La novela, obra representativa de la vertiente social del falangismo, narra el éxodo murciano hacia Barcelona en la década de los 50, y la génesis del famoso barrio del Carmelo, donde, años después, Juan Marsé situaría a su personaje más universal, el Pijoaparte.

—Una noche, en una de las veladas del Premio Planeta, Marsé me confesó que fue durante la lectura de mi novela cuando pergeño Últimas tardes con Teresa. Y, la verdad, me llena de orgullo el haber servido de inspiración a una de las grandes obras de la literatura española del siglo XX.

—Usted siempre ha alardeado de ser ´camisa vieja´. ¿Cuándo entra usted en contacto con Falange?

—Era joven, muy joven. Estudiaba Filosofía y Letras en la Complutense. Mi afición por los libros me hacía acudir a muchos eventos literarios, donde entablé amistad con Sánchez Mazas y, sobre todo, con Giménez Caballero, que llegó a publicar unos versos míos en La Gaceta. [En este punto, Salvador Cuesta me pide un cigarro. Antes de encenderlo, mira con disimulo hacia un lado y otro de la sala. Después, cierra los ojos y le propina una profunda y placentera calada]. También durante esos años, y en los cafés de aquel convulso Madrid de preguerra, compartí mesa e interminables charlas con muchos de los escritores que después serían aglutinados bajo la etiqueta de Generación del 27. Yo, por edad y estética, no formé parte de aquel grupo. Una tarde, en Lardy, Sánchez Mazas me presentó a José Antonio Primo. Quedé fascinado. Me cautivó tanto la espiritualidad de ese hombre que aparté los vasos de whisqui y copas de coñac que atiborraban la mesa, y, allí mismo, en un hueco, firmé mi ingreso en Falange Española. [Al término de la entrevista, quiere mostrarme el carné con el número 62; «una auténtica pieza de museo»]. A partir de esa mágica tarde, mi vida da un vuelco y comienzan unos años de activa militancia política.

Escuchamos pasos que se dirigen a la galería. Con destreza, el escritor me pasa el cigarrillo. Nada más entrar, el nieto huele el humo del tabaco. «No debería fumar delante del abuelo. Está mal de los pulmones». Pido disculpas por el descuido y desbarato la colilla en un cenicero de cristal.

—¿Llama usted ´activa militancia política´ a los actos de pistolerismo que caracterizaron a su partido durante la República?

Está usted confundido. Falange no nació armada. Nos vimos obligados a colgarnos el correaje cuando varios camaradas fueron asesinados por matones de los sindicatos. Hubo un momento en que hasta se hacía mofa de nuestras siglas, F. E., que algunos traducían como Funeraria Española. Las provocaciones eran continuas. En una de aquellas reyertas, ocurrida en un parque junto al Manzanares, me vi involucrado en un tiroteo donde murió una muchacha, una joven costurera que militaba en las Juventudes Socialistas. Esa misma noche, para evitar problemas, metí todo en la maleta y regresé a Murcia. A los pocos días, Franco se levantó en África. Y aquí, en zona roja, pasé los tres años que duró la Guerra; escribiendo y leyendo bajo la higuera que había en el huerto de nuestra casa; sin nada a qué temer, sin nadie que conociese mi filiación política.

—Al menos para mí resulta chocante que un falangista, como usted, ansiara matar a Franco: en definitiva, el general que llevara a la victoria al bando nacional durante la Guerra Civil e instaurara un régimen inspirado en el nacional-sindicalismo.

—Vuelve a confundirse. Francisco Franco nada tuvo que ver con Falange Española. La historia ha demostrado que, simplemente, se aprovechó de nosotros, de nuestro contagioso ardor patriótico, para ganar la Guerra; que se sirvió de las consignas y postulados de Falange para dotarse del halo ideológico del que siempre careció. Él fue el gran traidor a las ideas de José Antonio. Un vulgar general, tripón y meapilas, con hambre de poder.

Cuando, inexplicablemente, nos obligaron a regresar de Rusia, donde combatíamos al comunismo, fuimos conscientes del tipo de régimen que se estaba construyendo en este país. Nosotros éramos revolucionarios, habíamos luchado por una España dirigida por príncipes, por poetas, y nos encontramos con un Consejo de Ministros formado por militares incultos, banqueros corruptos y políticos beatos, de esos que sólo son capaces de acostarse con su legítima [El escritor me pide que este último comentario no lo reproduzca en la revista. Le doy mi palabra]. Incluso Sánchez Mazas había dejado ya de acudir a las reuniones del gobierno. «Me aburría solemnemente», escribió en sus memorias. Aquello era como una reunión de viejas alrededor de una mesa de camilla.

Creo que fue durante esta época, a mediados de la década de los cuarenta, cuando comencé a confeccionar el plan que a usted tanto le interesa conocer. En la misma libreta en la que escribía los versos patrióticos con los que gané el primer certamen de poesía Tizona, dibujaba esbozos del rostro del Caudillo, con los ojos cerrados y un tiro en la sien. Mientras tanto, hastiados del ambiente oficial de esa España gris, un grupo de amigos decidimos refugiarnos en la literatura. Muchos de nosotros estábamos bien remunerados por el Estado, cobrando sueldos de escándalo por ocupar puestos burocráticos en no sé que ministerios, a los que jamás tuvimos que acudir. Gentes como Torrente Ballester, Dionisio Ridruejo, García Serrano, Agustín de Foxa, pasábamos las tardes en los cafés de moda, hablando de vanguardias, y las noches en los mejores prostíbulos de Madrid, recitándoles chorradas a las putas.

Salvador Cuesta Pellicer, como Cervantes, es un hombre de pluma y espada. Le place leer a escritores como Pérez Reverte, Vázquez-Figueroa o Elías Meana (vecino de su misma urbanización, marino, expedicionario en la Antártida y en el Congo, y novelista), autores que destilan acción en sus páginas, «y no como toda esa caterva de estilistas que ni viven ni beben, que pasan la vida en su biblioteca picoteando como gallinas en la obra de los demás». Durante la entrevista, he temido que me pregunte si he leído Malaventura, aunque supongo que es consciente de que la nueva generación de lectores ha olvidado por completo su obra.

Continuará mañana...