Steven Soderbergh es uno de los directores más interesantes que hay en el panorama actual. Es uno de esos cineastas cuyas películas siempre tienen ciertas garantías. Su peor propuesta es interesante, y eso que lleva años diciendo que no va a hacer más películas.

Saltó a la fama en 1989 con una de esas catedrales del (mal) llamado cine independiente con Sexo, mentiras y cintas de video, que posteriormente allanaría el terreno para títulos tan influyentes como Reservoir dogs (1992) o Clerks (1994).

Pues bien, Steven Soderbergh, sin querer hacer más películas, ronda la treintena de títulos e, insisto, ninguna es una mala película. Lo más interesante es que Soderbergh es, además, un cineasta fresco, al que le gusta arriesgarse y hacer cosas nuevas.

Sin ir más lejos, Perturbada (2018) es una película rodada íntegramente con un iPhone y está muy bien. Pero es que, además, a Soderbergh también le ha dado tiempo a hacer televisión (las series The Nick, Mosaic K street, Fallen angels) e incluso a acomodarse en películas de éxito con amigotes como la trilogía Oceans (2001-2004-2007).

El caso es que la última cinta de Soderbergh se acaba de estrenar directamente en HBO (ya hablaremos otro día del drama del cine en la pantalla pequeña) y se titula Sin movimientos bruscos (2021).

El filme es una de esas películas repletas de actores de prestigio que van desde Benicio del Toro a Matt Damon, pasando por Don Cheadle, Ray Liotta, Kieran Culkin (el hermano de Macaulay Culkin) y un felizmente recuperado Brendan Fraser (otro que tiene una historia detrás que tela…) y aunque no es un ‘film noir’ (cine negro, cine de gánster al estilo de L.A. Confidential) bebe en gran medida de idénticos orígenes.

Con una estética más propia de finales de los 70, la película de Soderbergh nos propone una historia de mafias y delincuentes de poca monta que se enredan en un entramado de avaricia en torno al cochino dinero.

Por un miserable puñado de dólares un poco más grande, estos personajes matarán, se engañarán y se traicionarán. Y lo harán utilizando como fondo un entorno muy real de mediados de los cincuenta cuando la ciudad de Detroit prosperaba gracias a la industrial del motor, pero, al mismo tiempo, se agravaban las diferencias sociales. Los ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

Sin movimientos bruscos es una buena película, pero, atención, está cocinada a fuego lento y, ojo, convendría tener a mano papel y lápiz por aquello de los nombres si uno no quiere perder el hilo. Rodada con un marcado tono clásico, sin florituras visuales ni argumentales (del tipo ‘vamos a contar la historia al revés, a ver qué pasa’), Sin movimientos bruscos se entrega sin concesiones a una historia fría y directa, que no pierde el tiempo en disquisiciones que no tengan que ver con la historia.

Que la película vaya poco a poco no significa que lo haga a paso de tortuga porque continuamente están pasando cosas. Pero eso sí, hay que verla con los ojos de un espectador de los 70, lo cual es una feliz noticia en tiempos de historias que se desarrollan sobre una pantalla de ordenador gigante.

El film de Soderbergh es un título perfecto para aquellos que estén cansados de las mismas historias y de los mismos trucos. No sé si Sin movimientos bruscos es una obra maestra o no. Semejante afirmación siempre me ha dado mucho respeto.

Pero sí que es una cinta anómala y, más aún, habiéndose estrenado en una plataforma en streaming que nos guste o no, está dando salida a películas que de otro modo tal vez nunca habrían visto la luz.

Y si no que se lo pregunten a Martín Scorsese, que ningún estudio le quiso financiar El irlandés hasta que llegó Netflix y puso el dinero sobre la mesa. Cine bueno, sí. Cine de autor, también. Y todo en televisión, lo que no deja de ser una singular paradoja que a buen seguro traerá sensibles cambios al mercado cinematográfico.