Opinión | Nos queda la palabra

Harakiri

Tengo un familiar que pareciera murciano. Le gusta más la fiesta que a Feijóo anhelar Galicia. En las fiestas patronales, es el primero en llegar a las talanqueras para contemplar el encierro. 

Y, después, el que abre la peña para torearse un desayuno de no te menees, a base de torreznos, chorizo y limonada

Se enciende el primer Faria antes de la comida y no perdona la partida de después, aunque esos días la hace completa: café, copa y puro. 

Comprado el abono, le gusta pisar la plaza y moverse entre los burladeros. Y a la salida, otra cerveza antes de la cena y de vivir una larga noche de baile, barra y conversación ligera.

Más si tiene la mala suerte de que no salga su alcalde, que el que manda no sea de su partido, el pobre coge la maleta en vísperas y no regresa hasta ver el último cohete en la noche de Castilla, pues se retira junto a su hermana al pueblo más cercano, desde donde casi se oye el petardazo, para, según exclama, joder al elegido.

No sabe lo que le comprendo. Mis hijos se quedaron sin tablet en el colegio porque procedían del maldito Zapatero. Como el Gobierno de Madrid era de otro signo político al consustancial de la Región de Murcia, los ví luego en la casa de unos amigos de Vera, donde veraneo.

Y qué decir de las ayudas a las energías renovables o al vehículo eléctrico, una joya para otras comunidades que se arriman, las malditas, al sol que más calienta.

Lo último es lo de la vivienda, un reto que compartimos también con el resto de España en el acceso y el alquiler. 

Pues bien, con cuatro cañicas y palicos preferimos construirnos nuestras precarias soluciones o chozas, tabicada en una legislación de imitación, a que nuestro orgullo se tambalee. Ladrillazo a Sánchez.

Aquí el único objetivo es fastidiar al Gobierno central. 

Lo malo es que la patada es en nuestro culo. 

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