Opinión | Dulce jueves

Material sensible

Las librerías son lugares únicos, cada vez más raros en estos tiempos digitales, una resistencia frente a la amenaza de lo artificial que lo va contaminando todo, un espacio donde sentirse humanos

Sergio Castellitto y Bérénice Bejo en 'Una librería en París'.

Sergio Castellitto y Bérénice Bejo en 'Una librería en París'.

Las librerías son lugares donde la vida no se detiene, no puede permanecer mucho tiempo estancada, hay demasiada gente al acecho, infinitas historias a punto de empezar. Quien entra en ellas anda en busca de algo indefinido, una idea de por dónde tirar cuando la vida se vuelve incierta. A veces, en cuanto traspasas el umbral y te acercas a los libros, un dependiente solícito te pregunta si buscas algo concreto, y tú le respondes que no, que vas a ver qué encuentras. Son lugares únicos, cada vez más raros en estos tiempos digitales, una resistencia frente a la amenaza de lo artificial que lo va contaminando todo, un espacio donde sentirse humanos. Por todo eso, quizá sigue despertando una irresistible fascinación. Así lo han intuido los jefes de marketing de las editoriales y las películas, a quienes les ha dado por sacar al mercado un montón de obras con títulos similares: El librero de..., La librería de... como si se empezara a considerar el libro como una referencia a un mundo exótico, ancestral, que escondiera algún tipo de verdad que se está perdiendo. 

Por supuesto, ninguno de esos libros o películas se titula así en su versión original, pero los de marketing, maestros de lo obvio, imponen la moda.

Una de esas películas es Una librería en París, mi favorita. Por supuesto, le han cambiado el título, no vaya a ser que el público no entienda el original: Il materiale emotivo. Es cierto que se desarrolla en París y sale una librería, pero la Torre Eiffel está dentro de una pecera y la librería en el escenario de un teatro. Lo que importa es la vida que atesoran: la tristeza, el amor, la felicidad, el deseo, la rabia, todas las emociones que los libros guardan hasta que alguien las libera. El protagonista es un librero anticuado, solitario, algo misántropo, resignado a una vida enclaustrada en su librería y al cuidado de su hija, que ha quedado discapacitada por un accidente. Hasta que en la librería irrumpe una mujer con la fuerza de las pasiones que él creía domadas. Ella es una actriz atormentada, bella, joven, extravagante, impulsiva. Entonces surge un amor imposible que lo desbarata todo, como si llegara en un arrebato desesperado del destino para empujar y encauzar unas vidas que estaban varadas en un callejón sin salida.

Él le regala libros, ella la vida. Y esa fusión difícil y necesaria lo cambiará todo y todo cobrará un nuevo sentido: el sacrificio, la soledad, las frustraciones y los anhelos, los secretos y los miedos. Ella le devuelve una mirada apasionada de las cosas. Él, la fuerza de la bondad y una ilusión de inocencia invencible. Y todo ocurre dentro de la librería, donde lo improbable tiene lugar. Él, que apenas vive. Ella, que apenas lee. Cuando él le busca un libro, y ella lo acepta con la condición de que sea corto, elige Los 33 nombres de Dios, de Marguerite Yourcenar. Y entre ellos, el que más le gusta a ella es el 16: «La mano que se pone en contacto con las cosas». Al final se cierra el telón. La calle parece tan apagada, a media luz, como al principio. Pero se nos permite echar un último vistazo a hurtadillas, y entonces vemos al librero en medio de la calle, bailando. 

¿No es ese el sentido de una librería? Cómo nos salvamos unos a otros con pequeños gestos, con grandes pasiones.

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