Asegura Pablo Motos haber leído que si mantenemos una constante durante dos semanas, ésta termina convirtiéndose en costumbre y rápidamente en un hábito. A no ser que invirtamos otras dos semanas en borrarlo, según esta lógica. En el caso que nos ocupa hoy, fueron más de dos semanas las que nuestra lectora ejecutó la misma rutina erótico-festiva, y ahora se queja de que «no hay terapia que lo desmonte».

«Conocí a mi novio en Argelia, en viaje de negocios. Él era el traductor, y jugó un papel importante en la adquisición de un negocio redondo en Oran. Para agradecérselo le invité a comer en un exclusivo restaurante cercano a la Medina Djedida. Era un hombre atractivo, cultivado, pero sobre todo un perfecto seductor al que no ofrecí resistencia. Me gusta jugar y ganar, así que no me lo pensé. En el hotel pude comprobar su dotación varonil y unas manos que hacían maravillas sobre mi cuerpo».

«De vuelta a España, Internet se convirtió en nuestra principal aliada para prolongar el idilio. Sí, me había vuelto loquita aquella noche. Sólo con acordarme de los besos, las mordidas y las cargas me ponía como una moto. Las conversaciones subidas de tono pronto se convirtieron en excitantes sesiones de cibersexo. Perfeccionista como soy, fui adquiriendo todo tipo de juguetes sexuales: las clásicas bolas chinas y tailandesas, vibradores, masajeadores anales, aceites, disfraces». Pasaron las semanas y tras ellas los meses, durante los cuales nuestra protagonista inventó decenas de posturas y usos con sus juguetes. El traductor estaba igualmente encantado, pues además de regalarse la vista hacía lo propio con otra tanda de aparatitos sexuales enviados desde un insospechado municipio murciano.

«Por fin llegó la oportunidad de reencontrarnos. Otro viaje de negocios para el que solicité al mismo intérprete. No pudimos esperar ni a la llegada de la noche. Nos fuimos directos al hotel. Desnudos, entre caricias, introdujo sus grandes dotes en mi vagina. Qué grande, pensé€ pero no vibra ni masajea... Comencé a ponerle pegas a todo lo que me hacía, sólo veía carencias ante las grandes virtudes de mis preciados juguetes sexuales. Así que le pedí que parara, abrí mi maleta y saqué una buena muestra de mi colección personal.

Él, atónito, se dejó convencer para mirarme mientras me hacía yo misma el trabajo que tanto me satisfacía. Grité de placer como nunca€ él no pareció disfrutar demasiado. Le hirió tanto haber sido vencido por unos pedazos de silicona y fibra de vidrio que dio por concluido ahí mismo nuestro romance. Ahora estoy enganchada a mis chirimbolos, y no hay manera de reintroducir en mi vida sexual un pene de carne y hueso». Sigue el consejo de Pablo Motos, lo mismo funciona.