Opinión | Noticias del Antropoceno

Tan cerca de Portugal y tan lejos de los portugueses

DIA acaba de anunciar que va a cerrar o traspasar todos sus supermercados en Brasil y Portugal, después de años intentando extraer beneficios de casi tres centenares de puntos de venta en esos países. A DIA le ha ocurrido lo que a muchas empresas españolas, que se expanden a Portugal y piensan que Brasil es más de lo mismo. ¡Error! Son mercados muy diferentes con instituciones y culturas diferentes. La historia de DIA me recuerda un sarcástico dicho portugués en relación con las oportunidades que ofrece al inversor extranjero su excolonia: «Hay una forma de hacer una pequeña fortuna en Brasil y es ir allí con una gran fortuna».

Portugal, una banda vertical que se extiende desde Galicia a lo largo de la cornisa atlántica de la península ibérica, parece un mercado objetivo de expansión para las empresas españolas, como lo sería ampliar tu negocio a cualquier Comunidad Autónoma, especialmente desde el simultáneo de los dos países en la entonces Comunidad Europea. Pues si esa es tu intención como emprendedor, mejor que lo medites un rato. Porque la cercanía geográfica de Portugal oculta grandes diferencias en cuanto a cultura empresarial entre los dos países. Y no solo eso, sino que existe un recelo evidente con que los portugueses miran todo lo que viene de España. Hay un dicho portugués que lo expresa claramente: «De Espanha, nem bom vento nem bom casamento».

De hecho, lo que peor llevan los portugueses es la política de muchas empresas de gran tamaño que unifican su gestión para la península ibérica en una sola sede central en Madrid y, como mucho, una delegación en Lisboa. Eso comprensiblemente les saca de quicio. Portugal, como sucede en parte con el País Vasco y con Cataluña, basan gran parte de su identidad nacional en la controversia permanente con España. El caso más reciente es el lío con los trenes de Alta Velocidad y sus trayectos alternativos. Lo que digo no es contradictorio con el hecho de que los portugueses sean personas exquisitamente amables y respetuosas donde los haya o con que no existan oportunidades de forjar fuertes lazos de amistad una vez que el conocimiento derriba las barreras de la desconfianza.

Ojalá que los años -o más bien se necesitarán siglos- acaben borrando progresivamente los resquemores atávicos entre nosotros y una a las gentes de ambos lados de la frontera en esta península que, nos guste o no, compartimos.

Refiriéndome sólo a la imagen y como viene siendo mi costumbre, cuando retrato a alguien me gusta que se trate de un retrato convencional, de esos que el retratado y el retratista se miran cara a cara. Busco con ello que, finalmente, ese retrato sea la resultante de un intercambio de complicidades y tiempos coincidentes entre ambos, de ahí que los considere como una especie de mezcla entre retrato y autorretrato. Por tanto, procuro también que esas tomas no estén basadas en una instantánea robada, de tipo documental; es decir, en un instante fortuito del devenir natural de la vida.

Sin embargo, en el caso del retrato que publicamos hoy con el percusionista Miguel Ángel Orengo, finalmente hemos escogido una imagen más espontánea y en la que el personaje está tocando su caja de música muy concentradamente. Pero, ¿por qué esta decisión y este cambio de criterio? Seguramente porque, en esta serie de retratos, no sólo busco mostrar al personaje en esa especie de limbo último que es la identidad, sino que también pretendo fijarme en cualquier cosa que me inspire su mismo conocimiento o algo de la conversación que tuvimos durante el rato que pasamos juntos.

Con Miguel Ángel, al cual había conocido en una fiesta unos días antes y del que no sabía nada hasta ese momento, el tema fundamental del que hablamos fue, lógicamente, la música y su presencia en la historia de la humanidad. Antes de seguir debería confesar la envidia que he sentido siempre por los músicos, por cualquier tipo de músicos, ya que, para uno, el sentimiento musical es el más originario y básico de los sentimientos relacionados con el hecho creativo. Eso, por no decir que, en el fondo, cualquier actividad artística -pintura, escultura, poesía, toreo…- está basada en la música, o sea, en el compás. ¿Qué es la vida misma sino una especie de música que cada cual debe interpretar? Claro, a partir de un punto en común tan sustancial, no solo la comunicación entre nosotros fluía como si fuese un río de aguas bravas, sino que hasta nuestra confianza mutua iba resultando casi familiar.

De aquel rato juntos me enriquecí con muchas cosas, pero lo que más me sorprendió oír fue que en la música -léase también en la vida-, hasta la improvisación tiene sus reglas, obedece siempre a un trascendente y superior compás, de ahí que también quisiera fotografiarlo mientras improvisaba unos sonidos. Nunca antes había entendido tan claramente el Mektub de los árabes -el ‘estaba escrito’ del mundo occidental-, porque, efectivamente, en última instancia todo va reconduciéndose inexorablemente hacia el cumplimiento del destino. Otra cosa es que estemos preparados para oírlo o concienciados para aceptarlo.

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