Opinión | Noticias del Antropoceno

Cuando Cataluña era una fiesta

Mi ‘período catalán’ empezó en septiembre de 1978 cuando llegué a Barcelona para comenzar mis estudios de la especialidad de Publicidad y Relaciones Publicas en la Universitat Autònoma de Bellaterra, cuyo edificio, incardinado en el idílico paisaje del Vallés Occidental, es un ejemplo perfecto del brutalismo arquitectónico. Llegué rebosante de optimismo el mismo día que la capital catalana recibía a su recuperado «i molt honoratble» president de la Generalitat, Josep Tarradellas. Los catalanes, que habían inundado las calles los meses posteriores al referendum constitucional reclamando Llibertat, Amnistía y Estatut de Autonomia, habían conseguido ver realizados todos sus deseos.

Cataluña en esos años era un ejemplo de moderación política, serenidad ciudadana y progresismo liberal. La alegría y la confianza en el futuro se respiraba por los cuatro costados de la Comunidad. Barcelona era un ejemplo de vanguardismo cultural y, en lo que a mí más me afectaba, la meca de los creativos publicitarios más brillantes y reconocidos de España, como Lluis Bassat, Ricardo Pérez o Segura, mi profesor de la asignatura de Creatividad y autor, entre otros, de un famoso jingle de la época cuya letra decía: «Marie Claire, Marie Claire, un panty para cada mujer».

El último año de carrera apenas pasé tiempo en Barcelona, donde solo acudí para los exámenes finales, cosa de la que me arrepiento. Cambié asistir a las clases en la Universidad por prácticas profesionales en FJ, una agencia cartagenera de publicidad que aún existe, y por frecuentes viajes a Pamplona en los que me juntaba para ir de vinos con mis amigos de la Universidad de Navarra, donde había estudiado tres años unos cursos comunes de la licenciatura de Ciencias de la Información claramente orientados a la especialidad de Periodismo. 

Al terminar la carrera di con mis huesos, literalmente porque fui forzado como recluta, en el cuartel de Figueras, ciudad de la provincia de Gerona. De allí, sin salir de Cataluña, me destinaron a Lérida, al grupo a lomo de montaña ubicado en la capital. Así, mi fase catalana se alargó entre pitos y flautas un año y medio más. Todo lo que recuerdo de mi experiencia allí fue positivo, o al menos el tiempo lo ha transformado a su versión positiva.

Llegué a hablar catalán, en la intimidad y también en público, pero ahora se me trabaría la lengua si lo intentara. El paso del tiempo es implacable, para lo malo y para lo peor.

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