El retrovisor

La morera

El ingeniero Miguel Pascual Giménez en unos ejercicios de poda de moreras en la Estación Sericícola de la Alberca, 1960.

El ingeniero Miguel Pascual Giménez en unos ejercicios de poda de moreras en la Estación Sericícola de la Alberca, 1960. / Archivo TLM

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Ningún árbol tan solidario y que identifique mejor a la huerta murciana como la morera, aunque desde un tiempo hasta ahora, a nuestros munícipes les haya dado por su tala, sobre todo para llevar a cabo el inmóvil Plan de Movilidad.

La morera se desnuda en invierno, tras su poda, dejando pasar los agradables rayos solares. En primavera se viste de sus hojas grandes y frescas, de verde intenso y suaves al tacto, las que proporcionan reconfortantes sombras en los calurosos y largos veranos.

Su madera, dura como el acero, sirvió para fabricar muebles de honda tradición huertana: sillas, mesas, plateras y tantos otros enseres que construyeron el ajuar más tradicional de la huerta de Murcia.

En la primavera tardía, los chiquillos trepaban a sus ramas para coger sus hojas, rico nutriente que contiene los elementos necesarios para el crecimiento y desarrollo del gusano de seda, artífice principal que dio lugar al nacimiento de la industria sedera murciana, la que hizo próspera a nuestra tierra durante siglos.

Ya en el siglo XVI, el ombligo de la ciudad de Murcia era la plaza de Santa Catalina. Allí, se pregonaban a toque de trompeta las Ordenanzas gremiales y Bandos; se celebraban los autos de fe y las mayores solemnidades siempre estaban concurridas de mercaderes que venían al trato de nuestras famosas seda, cerámicas, paños, tapices y vidrios que aquí se producían, junto al majestuoso edificio del Contraste de la Seda. Murcia adquirió fama sedera, siendo esta una manifestación de riqueza allá por el siglo XVII y todo gracias a la imprescindible y mediterránea morera.

Fue Carlos III, gran economista, el que, siguiendo su política de trasplante de fábricas, establece en Murcia, en 1776, la Real Fábrica de Sedas, para torcer con mayor primor a la moda del Piamonte, poniendo al frente al italiano Fernando Gasparro, fábrica que a los diez años de su existencia sucumbe y pasa su cometido a los cinco Gremios Mayores.

Aquella crisis de la industria sedera siempre fue superada por nuestros huertanos que, enraizados en la tradición, siguieron criando gusanos en el seno familiar y manteniendo las hilaturas y la fama de nuestras sederías. Los empresarios compraban el capullo, hacían sus divisiones, lo hilaban con conocimiento, esmero y finura, sacando las más exquisitas y primorosas telas, desde terciopelos hasta galones terciados y felpillas, las que se teñían exquisitamente en los colores más caprichosos y limpios.

Al final de nuestra Guerra Civil, por los años cuarenta, Felipe González Marín, director de la Estación Superior de Sericicultura de La Alberca (Murcia), con su gran colaborador, el ingeniero Miguel Pascual Giménez, levantó nuevamente el interés por la crianza del capullo de seda, llegándose a alcanzar grandes producciones.

En la primavera de 1977, la última fábrica de seda, la pequeña, la de L. Payen y Cía, cerraba sus puertas por no existir ya producción para hilar. Ocurrió en un primer viernes de marzo, cuando las yemas de las moreras empiezan a reventar en hojas, cuando la vida empieza a resurgir y los criadores de gusanos se reúnen en Santa Catalina del Monte, en torno al Cristo de los Sederos para bendecir, siguiendo la tradición ancestral, la simiente de la seda.

Antes fue la hijuela, la que desapareció y hoy es la seda la que dejó de existir como fuente de riqueza de nuestra región.

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