Las horas

Dejarse llevar

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Rafael me propuso: «Vamos a ir hasta la playa para ver cómo ha cambiado el color del mar», y me dejé llevar. Era, al modo de Heráclito, otro mar, desde luego no el mismo de la tarde anterior, cuando estuvimos contemplando cómo el sol se dejaba caer en él, entre la punta de Malandar y la del Espíritu Santo, en ese trozo del sur que habito y que me habita donde mi niñez aún corre entre las viñas, camino de la orilla.

Alguna vez alguien me dijo que todo cuanto se puede saber de la vida es posible aprenderlo mirando al mar y leyendo a Jorge Manrique. Yo, en ese momento, no tenía a mano las coplas de pie quebrado del bendito poeta (bien hubiera podido mirarlas en el teléfono, ahora que caigo, pero soy un dinosaurio analógico que aún no ha sistematizado del todo que llevamos en el bolsillo la Biblioteca de Alejandría), así que regresé sobre mis pasos haciendo memoria (recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando) y terminé la mañana en esa plaza de casas pálidas donde nació mi pasión por el silencio.

Me senté en la terraza de un bar, al sol del mediodía, dándole vueltas al azul y a Manrique. Pasados unos minutos se me acercó el camarero y me preguntó qué quería tomar. «No lo sé», respondí con sinceridad, y me contestó: «¿Le apetece un oloroso?». No suelo beber alcohol, pero la propuesta parecía interesante y he aprendido que, a veces, la marea te suele llevar a buen puerto si te dejas arrastrar por ella. Así que acepté, y entonces el camarero me volvió a preguntar: «¿Frío o del tiempo?», y yo dije «¿qué me aconseja?», y el hombre respondió que, por supuesto, frío. Acepté de nuevo y al poco tenía ante mí un catavinos con un líquido vivamente aromático, de color caoba con reflejos ambarinos.

Un rato después, al pedir la cuenta, el camarero me preguntó qué me había parecido el oloroso. «Exquisito», respondí, y entonces llegó la gran explicación: «Verá, si se lo hubiese tomado usted del tiempo el vino le habría sabido muy pesado, pero así, frío, se vuelve más ligero, entra más fácilmente en el cuerpo y entonces, de pronto, tiene usted una alegría que antes no tenía».

Y era cierto. «Una alegría que antes no tenía»… Me fui dándole vueltas a la idea. Acaso la vida consista en eso, en acompañar a un amigo a ver un azul nunca visto, en seguir algunas sugerencias amables, en dejarse llevar, esperar que todo va a salir bien y que al final tendrás una alegría que antes no tenías.

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