Gárgolas

Un minúsculo universo

Josep María Fonalleras

Cada vez que hay una noticia que habla de educación (y, por desgracia, las noticias de este tipo, últimamente, suelen ser malas) pienso en ese poema de Borges que se llama Los justos. Describe toda una serie de personajes que hacen cosas. Un hombre que cuida su jardín («como quería Voltaire»), otro que agradece la existencia de la música y de Robert Louis Stevenson; uno que descubre, apasionado, la etimología de una palabra. También hay un ceramista, un tipógrafo, una pareja que lee la Comedia de Dante, uno que hace caricias a un animal que duerme, uno que prefiere que los demás tengan razón y que no quiere peleas. «Esas personas, que se ignoran -escribe Borges-, están salvando el mundo».

Pienso en ello porque los maestros, los profesores, las personas que cuidan el jardín de la enseñanza, ignorantes unos de otros, se ponen de acuerdo, artesanos del detalle, artífices de las cosas nimias, para tratar de salvar ese trozo de mundo que les ha tocado defender contra todas las inclemencias. No conozco a ninguno que tenga deseos de pasar a la inmortalidad, de ganar un premio, de pronunciar un discurso majestuoso y cargado de nomenclaturas extrañas. Propietarios de una vida que se concreta en las felicidades, las angustias, los estorbos y las esencias de un individuo cualquiera, se transforman cuando saben que tienen por delante la obligación de crear algo, y esa cosa es la transmisión de un conocimiento, el hecho de compartirlo, la idea de que las niñas y los niños que habitan ese minúsculo universo serán diferentes (y mejores) una vez hayan abandonado aquella escuela, el instituto, el centro donde habrán aprendido la posibilidad de vivir con cierta plenitud.

No existen informes PISA que valoren estas circunstancias. Hablo, claro, de maestros que se enfrentan a entornos muy complicados, que quizás han leído memorandos y resúmenes sobre la decadencia del sistema, que viven situaciones sociales extremadamente difíciles, que se sienten despreciados o que sufren tanto la presión ambiental como la biblia en fascículos que pontifica sobre competencias y abandona el rigor de la gramática. Hablo del profesor que fortifica un castillo inexpugnable en su clase de Historia o de la maestra que, 30 años después, se entera de que aquella alumna con síndrome de Down a la que enseñó un poema de Navidad cuando era pequeña aún recuerda las estrofas. Hablo de estos. De los que salvan el mundo, sin haberse conocido, día a día, en lucha contra la exclusión y a favor del universo minúsculo de la artesanía del saber.  

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