Gripes otoñales

A la gripe nos la han desvirtuado; la globalización no puede permitirse que gocemos de tres días de cama, ni que añoremos la mano maternal sobre la frente buscando nuestra temperatura

Portera y cartero, 1961.

Portera y cartero, 1961. / Archivo TLM

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

El otoño incita a la evocación. Las ventoleras que llegan tras la festividad de Todos los Santos confirman la tradición meteorológica que nos traerá los primeros fríos. Me lo confirman mis viejos y buenos amigos Paco Morga y Jesús Sánchez Blaya, empedernidos lectores del Almanaque Zaragozano (Nada que ver el citado almanaque y la ausencia de la verdad con el presidente en funciones Pedro Sánchez).

Con el otoño plomizo y los vientos, llega la gripe. La misma a la que adjudico la imagen de una portera que tuve en mejores tiempos.

La buena señora (anciana desde niña) era menuda y vestía de riguroso luto, incluido el mandil. Gastaba la señora muy buenas maneras –«Buenos días tenga usted»– y no solía perderse una novena al santo del día en la parroquia cercana. Identificar a la gripe con mi portera puede que venga de ello, pues gustaba la vigilanta de finca urbana de colocar un moquero en su cabeza, sobre la cresta y sin sujeción al moño, y lo siguió haciendo años después de que el Concilio Vaticano II dejara de imponer el uso del velo en los templos.

El moquero de la gripe, digo, de mi portera, era muy pequeño, pequeñísimo diría yo, puede que fuera por los fluidos nasales resecos que le daban un aspecto lamentable al entrañable y personal complemento, el que quedaba reducido a la mínima expresión arrugada. Nada que ver con aquellos velos de encaje y fantasía que dieron fama a Hijos de Antonio Zamora de la Platería y que lucían las señoronas en las liturgias dedicadas a la Virgen Milagrosa; las que gastaban el decadente tintineo del oro de sus pulseras cuando se abanicaban sus abultados pechos en el estío, allí donde reposaba el beatífico escapulario. 

Mi portera portaba un aroma característico y constante a hervido de coliflor que espantaba a las moscas otoñales, porque las moscas de la época del Caudillo eran como debían de ser: severas y sobre todo fieles, no como las de ahora, caprichosas e inquietas.

Si la portera te tocaba o simplemente te daba la carta con el impagado bancario de turno, automáticamente venía un «¡Atchiss…!», heraldo del torzón primerizo, el que se deja caer en el otoño, y con él, los consabidos escalofríos, las décimas de fiebre y los dolores de esqueleto. En tiempos con menos miramientos que los actuales, cuando los medicamentos no caducaban, la gripe tenía su boato y sus ritos con olores incluidos, no ya al rutinario aroma a hervido de coliflor de mi querida portera, sino al mentol de los frotes de Viks-Vaporub, el sabor de las pastillas para la tos del doctor Andreu o a supositorio (inolvidable, aquel aborigen futbolero que los masticaba), y si el virus iba a mayores, al alcohol quemado por el practicante en la aséptica cajita de acero de la jeringuilla de los recordados y doctos mancebos de farmacia.

La gripe bien entendida daba para mucho. Una vez superado el primer día, aliviadas las toses y la voz de gramófono. Tranquilitos en la cama, a eso de la hora del Ángelus, cuando los demás están trabajando y te puedes leer una novela mala, entre trago y trago de insípida limonada rica en Vitamina C. Deleitarse con una íntima y oculta rascada de ingles bajo las sábanas de fino lienzo, sobre todo con la llegada de la visita caritativa a media tarde, portadora de merengues de café y charla morbosa sobre enfermedades, vómitos y tísicos en trance, tan propias de las amigas de la familia de toda la vida, que como buitres buscan la carroña a costa de los postrados.

A la gripe nos la han desvirtuado; la globalización no puede permitirse que gocemos de tres días de cama, ni que añoremos la mano maternal sobre la frente buscando nuestra temperatura, ni tan siquiera gozar de nuestra pereza, aunque sea gracias a la gripe. 

Todo se ha convertido en un imposible.

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