Luces de la ciudad

Miradas con chispa

Sophia Loren mirando de reojo el escote de Jayne Mansfield

Sophia Loren mirando de reojo el escote de Jayne Mansfield / Joe Shere

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

En una fotografía de enorme tensión pectoral entre Sofía Loren y Jayne Mansfield, uno de los mitos sexuales de los 50, realizada en 1957, la actriz italiana mira de reojo el exuberante escote de su compañera de profesión. Y aunque la propia Loren confesó de forma irónica en su autobiografía que era una mirada de miedo a que aquel vestido explotara y se derramase todo sobre la mesa, yo diría más bien, que le estaba dando algo de pelusilla, vamos, que estaba fulminando con la mirada los pechos de la Mansfield. 

Esta instantánea me recordó cuando de niño, sobre todo mi madre y mis tías, me advertían de que me cuidara muy mucho de ciertas personas que miraban mal con el único fin de hacer daño. Me refiero a lo que en el ideario popular se conoce como mal de ojo que, sin base científica alguna, se creía, o se cree, que podía causar malestar, mala suerte o provocar enfermedades. Pero al parecer era algo que no preocupaba en exceso, ya que siempre había alguien cercano que, con baños de sal marina o hierbas, oraciones o amuletos, conseguía curarlo.

En aquella época me preguntaba cómo podría distinguir una mirada mala de otra que no lo fuera. Sin embargo, el paso del tiempo fue aportando los argumentos suficientes para entender el verdadero significado de una mirada, y cómo, a través de ella, interpretar los pensamientos, las intenciones y las emociones de otras personas. «No finjas más, no ocultes la excesiva hambre de mí que te arde en la mirada» escribía Antonio Gala.

Aprendí, por tanto, que no es lo mismo que tu suegra te escanee con una mirada lenta e inquisitoria, de abajo a arriba, mientras esperas temblando un veredicto, a que sea una chica/o quien te lance una mirada seductora y sensual, que también te hará temblar, aunque por otros motivos. Aprendí a identificar miradas que sonríen, que cautivan y enamoran, que reclaman un abrazo o que trasmiten confianza, pero también aprendí a detectar en ellas, rechazo, miedo, culpa, decepción, odio. Miradas desafiantes y miradas vacías. Miradas limpias y miradas sucias. 

No hace tanto que, forzado por las circunstancias, como todos, la comunicación verbal con mis semejantes la llevaba a cabo a través de una mascarilla que cubría nariz y boca y que, por tanto, en un rostro imaginario, centralizaba todo el foco de atención en los ojos. Tal vez, esta circunstancia provocó una mayor interactuación visual con los demás, o no, pero más tarde, ya sin mascarilla, cuando los rostros reales poco o nada tenían que ver con los imaginados, solo la mirada conseguía mantener reconocibles a estas personas. 

Con el paso de los años pude confirmar que las miradas no mienten. E incluso que ellas, de las que se dice son el reflejo del alma, pueden revelar sentimientos que seríamos incapaces de expresar verbalmente. Entonces, comprendes definitivamente cuál es el verdadero poder que ejercen sobre nosotros. «No sé tu nombre, solo sé la mirada con que me lo dices» (Mario Benedetti).

Es indudable que el contacto visual es una de las formas más íntimas de interrelacionarse entre los seres humanos y que, a veces, tan solo un cruce de miradas es suficiente para que surja una conexión especial con otra persona. Aunque yo, fiel al consejo maternal de mi infancia, sigo obviando las miradas dañinas de seres malvados y ando por ahí en busca de miradas que exhiban sin pudor su magnetismo, de miradas llenas de ilusión y de alegría…, de miradas con chispa.

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