Aire, más aire

El traje de los domingos

Ilustración de Ricardo Opisso (1919).

Ilustración de Ricardo Opisso (1919).

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

La semanas eran largas, siendo el domingo el único día no laborable de la semana. La jornada era madrugadora y allá, por los finales de los cincuenta, el aseado en el barreño era obligado. No sería hasta los sesenta cuando la mayoría pudo acceder a un piso de protección oficial patrocinado por el Régimen. En aquellos flamantes pisos de largos pasillos, la bañera hizo acto de presencia en la vida cotidiana, igual que el agua caliente y las calderas de calefacción. Hasta entonces fue el barreño el padre de nuestra higiene, alimentado por agua caliente recién apartada del hornillo junto al imprescindible jabón Lagarto. Las madres, cada domingo, se convertían en expertas torturadoras al frotar tras las orejas de sus retoños haciendo caso omiso a los alaridos de sus víctimas. El secado espantaba al recién aseado, debido al ahínco maternal tratando de evitar las lagunas de roña.

La camiseta de recia felpa y los calzoncillos al uso (el braslip llegaría algunos años más tarde). El pantalón corto que producía escoceduras, las calcetas y los flamantes zapatos Gorila de los domingos. La camisita, bien blanca, con ese blanco que sólo las madres lograban. La corbata con su ajuste de goma (corbata con nudo wilson o pajarita que estaban muy de moda en aquellos días entre los jovenzuelos aspirantes al ingreso en el bachiller elemental). 

El peinado era la segunda parte de la tortura. Una raya perfecta en el lado izquierdo del cuero cabelludo, trazada con un tajante: ¡Baja la cabeza! y si no la bajabas, ¡capón! Para fijar el varonil peinado bastaba un buen chorro de limón, que sorprendía con alguna gota caída en los ojos y una lógica exclamación de dolor. Si el limón no caía en los ojos, lo haría la colonia Heno de Pravia aplicada con pulverizador. Por último, la chaqueta, la que desprendía aromas de antipolilla, problema subsanado con otro buen chorro de Heno de Pravia. 

Te sentaban en una silla hasta que todos estuvieran dispuestos con las mejores galas que los domingos de entonces exigían para asistir a la misa de doce.

Velos en ellas, rosario de palo de rosa, misalitos Regina y la amenaza consabida: Como te manches, te la ganas…

Fue cuando nos enseñaron aquella máxima del libro de Urbanidad en la que rezaba:

«El aseo en la persona, muchos bienes proporciona».