Don Quijote en Getsemaní

En muchas ocasiones el gracioso escudero ha elogiado el sueño, eficaz reparador, consuelo dulcísimo para los pobres que nada tienen en sus vidas. Sancho, a su manera, también es sabio. Vele su amo, que costumbre tiene de pasar las noches de claro en claro

Don Quijote y Sancho arrollados por los cerdos, Barcelona, 1905

Don Quijote y Sancho arrollados por los cerdos, Barcelona, 1905

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

En el viaje de regreso a su aldea, derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, don Quijote reposa bajo la misma arboleda, en la que poco tiempo atrás, él y Sancho habían contemplado la representación de un idilio pastoril, llevada a cabo por jóvenes campesinos; fue allí donde habían sufrido la inesperada embestida de una manada de toros, quebrando el beatífico estado de ánimo en el que se encontraban. Entre aquellos árboles, el caballero se resiste a dormir, piensa que la calma nocturna ofrece una ocasión inmejorable para la vigilia, para profesar buenos pensamientos y dirigirlos a su amada. Esto inevitablemente tiene que acabar por llevarlo a la oración, pues siempre después de mencionar a Dulcinea, don Quijote se encomienda a Dios. Pero pronto adquiere conciencia de su soledad; Sancho, nacido para dormir, se aparta de su lado. En muchas ocasiones el gracioso escudero ha elogiado el sueño, eficaz reparador, consuelo dulcísimo para los pobres que nada tienen en sus vidas. Sancho, a su manera, también es sabio. Vele su amo, que costumbre tiene de pasar las noches de claro en claro. 

La solemnidad que imponen agonía, vigilia y soledad, se rompe cuando aparece en el descampado una furiosa piara de cerdos que pisotean a caballero y escudero, repitiendo así de manera vergonzosa el episodio de la embestida de los toros. Esto recuerda a don Quijote cómo el destino puede burlarse a capricho de quien ha sido derrotado, molido, vencido; de quien regresa, como animal herido, a la madriguera de donde partió. Pero la herida más profunda, y la que ha de matar a don Quijote, está en las condiciones impuestas por el Caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona. El hidalgo debía volver a su aldea, a la quietud de una vida privada y permanecer en ella durante un año. Las leyes del combate exigían que así lo hiciera. En vano había advertido el amistoso Antonio Moreno a Sansón Carrasco (fingido caballero y artífice de la añagaza para repatriar al desvariado prófugo), que tal mandato, movido por la buena intención de hacer volver al hidalgo entre los suyos, solo podría traer como consecuencia que don Quijote se entristeciera hasta la muerte; sin mencionar que, sin el caballero, quedaba el mundo privado de la alegría de ver al loco más cuerdo de todos hacer las tonterías más sabias y entretenidas.

Golpeado simultáneamente por amor, dolor, vergüenza y nostalgia, la poesía se apodera por fin del hidalgo. Ya conocíamos su corazón de poeta y su inteligencia fina y discreta para el arte. Había elogiado glosas y sonetos de Lorenzo, el hijo mayor del Caballero del Verde Gabán; y a los requiebros de Altisidora, en casa de los Duques, no había dudado en componer unos versos con los que despedir a tan mal enamorada doncella. En plena tribulación, al menos espera que durante el tiempo que tuviera que cumplir la promesa de no volver a buscar más aventuras, se convertiría en un pastor poeta, fabricante de églogas, como Garcilaso. Así seguiría amando a su Dulcinea, escribiendo versos capaces de conmover a las piedras, y detener el canto de las aves.

Un madrigal sale, al fin, de sus labios. Así como entre las palabras de Cristo en el Monte de los Olivos afloraba el espíritu de los salmos, en los versos de don Quijote alienta un espíritu amoroso, que lucha a brazo partido contra la muerte y pugna por vivir con palabras aprendidas del gran poeta Pietro Bembo. Y como en un nuevo Getsemaní, tampoco en esta ocasión hay quien preste oído a la angustia de un corazón enamorado, pero cansado. Don Quijote abre su pecho de poeta a la noche en plena soledad. Como tantos atribulados amantes y almas abatidas, sus palabras brotan sin más testigos que la luz inmortal de las estrellas, porque la esperanza, mal terrible y obstinado, se resiste a morir, aunque nadie la escuche.

Suscríbete para seguir leyendo