Jodido pero contento

La muerte de un espía supernumerario

El ex agente del FBI Robert Philip Hanssen, en 2002.

El ex agente del FBI Robert Philip Hanssen, en 2002. / FBI / AFP

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

El 5 de junio falleció a los 79 años de edad Robert Hanssen, un funcionario del FBI norteamericano que, por lo menos durante una época de su vida, fue miembro supernumerario del Opus Dei. En un libro que recoge su biografía, su autor David Wise se refiere en cierto momento a su pertenencia a una «institución católica conservadora poco conocida llamada Opus Dei». Evidentemente es poco conocida en Estados Unidos, pero no en España, donde el ahora santo Josemaría Escrivá de Balaguer la fundó allá por el año 1928 y de la que yo formé parte como miembro numerario desde los 14 a los dieciocho años. Justamente por esos antecedentes devoré esa biografía que acabo de citar, y visioné estupefacto las dos películas que se han hecho sobre el personaje que acaba de pasar a mejor vida, algo asegurado dado que ha pasado en una cárcel de alta seguridad los últimos veintidós años de su etapa terrenal. Las dos películas en cuestión son realmente buenas. Una está protagonizada por William Hurt (de El turista accidental) y la más reciente por Chris Cooper ( conocido por American Beauty). Todo un despliegue de medios para una historia fascinante.

No sabemos las motivaciones profundas que llevaron a un individuo como Robert Hanssen, un creyente católico de misa diaria, a traicionar a su país hasta tal extremo durante más dos décadas, con algunas interrupciones. Hassen proporcionó a los rusos información detallada de la doctrina norteamericana en caso de guerra nuclear y de los sistemas que utilizaban los servicios secretos norteamericanos para escuchar sus conversaciones tanto en su pais como en la misma Rusia, y desveló los nombres de varios espías rusos que trabajaban para Estados Unidos, lo que supuso su ejecución sumaria. Nadie sospechó de él durante todos esos años, en los que desarrolló una oscura pero sólida carrera al servicio del FBI. Fue el espía perfecto, porque nadie de esa institución (ni de cualquier otra) hubiera podido imaginar que alguien con tan sólidas convicciones morales y tan entregado aparentemente a su profesión y a su vida familiar pudiera ser un traidor a la patria hasta el punto de delatar a sus colegas y propiciar su desaparición. Si no fuera tan trágico, sería cómico, sobre todo por el comportamiento estrambótico del personaje en cuestión, al que compasivamente podríamos calificar de lunático. Estaba «para ingresarlo en la cuarta planta», una expresión informal usada profusamente en el Opus Dei de mi época para referirse a la zona de la Clínica Universitaria de Navarra, dedicada a las consultas de psiquiatría y en la que solían tratar con generosidad de fármacos antidepresivos o ansiolíticos a los miembros de la Obra que mostraban comportamientos críticos según los términos definidos por la que actualmente es una Prelatura personal.

Los rusos pagaron a Robert Hansen por sus confidencias al menos un millón y medio de dólares. Si este hubiera sido una persona normal, movida por la avaricia, lo lógico es que se lo hubiera gastado un nivel de vida elevado o, como mucho, en vicios personales, con prostitutas, drogas o casinos. Nada más lejos de la realidad. Nuestro personaje llevó una vida discreta y austera, discutiendo cada penique a su mujer y a sus seis hijos en relación con los gastos familiares, y ajustando sus gastos estrictamente a su sueldo como funcionario del FBI. Cuando le pillaron finalmente y le pidieron explicaciones, esgrimió un argumento contundente que dejó pasmados a sus interrogadores: «si me hubiera gastado ese dinero, me habrían descubierto». Por cierto, que en realidad fue descubierto porque un espía doble ruso denunció a los norteamericanos la existencia de un topo. Con tal autocontrol, nadie nunca habría descubierto su existencia, con el consiguiente daño irreparable a la estructura de información de su patria, a la que no dudó en traicionar mientras tuvo oportunidad.

En realidad, como se descubrió más tarde, si se gastó en putas una parte pequeña de lo que obtuvo con su espionaje. En concreto en una de ellas, a la que conoció un día en un local de estriptis al que acudió con algunos compañeros de oficina porque estaba cerca del famoso edificio que alberga al FBI en Washington DC. Aparte de algún leve escarceo sexual, el empeño de Robert Hanssen con la estríper en cuestión siempre se enfocó en convertirla a la fe religiosa que él mismo profesaba con tanta convicción. La llevaba a misa, le largaba sermones interminables y, eso sí, le regalaba algunas joyas de cierto valor que daban el soporte necesario a la continuidad de la relación. Los testimonios de esta mujer, reflejados en la biografía citada no tienen desperdicio, y muestran lo ajena que era la catecúmena a los argumentos proselitistas de nuestro espía, entre otras cosas porque ni siquiera era una persona con unas mínimas inquietudes religiosas.

El autor de la biografía se escandaliza por el hecho de que Robert Hansen sí confesó su traición años antes de que le delataran y repetidas veces, incluso mostrando un sincero arrepentimiento y propósito de la enmienda. Solo que esas confesiones las hacía al sacerdote del Opus Dei encargado de recibirlas, que en consecuencia le imponía penas del tipo de rezar rosarios y avemarías. Que alguien despache una traición letal a su patria y a sus compañeros con la pena de un rosario y tres avemarías hace sospechar que, como decía un personaje de Cada hombre en su noche de Julien Green, el sacramento de la confesión en la doctrina católica adolece de una gran laxitud moral. Supongo que cuando todo se destapó, algún cura y algún Director de la Obra relacionados con la conducción espiritual del miembro supernumerario Robert Hansen se llevaría un cocotazo de los buenos. Esta historia es una de las razones por las que el Opus Dei no ha desarrollado en Estados Unidos todo su potencial, frustrando así unos comienzos prometedores en los que el sacerdote D. José Luis Múzquiz confesaba ocasionalmente a los hermanos Kennedy y en los que se llegaron a organizar círculos de San Rafael en el mismísimo Pentágono, según testimonios recogidos por el autor de este artículo de labios de sus protagonistas. 

La vida de Robert Hansen ya se ha convertido en historia, una historia digna de dos películas y al menos dos libros biográfico y motivo de reflexión profunda y cierta melancolía para cualquiera que se interese en conocerla.

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