Los dioses deben de estar locos

El oscuro linaje de la emperatriz de La Mancha

El discurso de la Edad de Oro, A. Audet sobre G. Doré.

El discurso de la Edad de Oro, A. Audet sobre G. Doré.

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

El ambiente es sosegado y calmo. Don Quijote y Sancho toman la cena que ofrecen unos cabreros con quienes se han encontrado; es una comida sencilla, pero hay pan, buen queso y tienen vino que repara el corazón. La herida, que en la oreja del caballero le había dejado la espada del gallardo vizcaíno, había aminorado su dolor gracias a un emplaste de hojas de romero masticadas y mezcladas con sal que le aplica uno de los cabreros. Don Quijote ve poco a poco restauradas sus fuerzas. A causa de la hospitalidad que le brindan los desconocidos y la fraternidad amable y sincera que le muestran, se siente transportado a aquellos tiempos de igualdad que los antiguos celebraron con el nombre de Edad de Oro; y así termina por alabar, con palabras inspiradas y elocuentes, la utopía de concordia más antigua, feliz, justa y hermosa jamás soñada por la humanidad.

Es noche cerrada, se cantan los afectos que los pastores profesan por sus damas, cuando llega la inesperada noticia de la muerte, por mal de amores, del desgraciado Grisóstomo, a quien todos conocen, y que se había hecho poeta y pastor como si habitara en las églogas de Garcilaso. 

A la mañana siguiente se ha congregado una pequeña multitud de curiosos para ir al lugar donde ha de ser enterrado. Nuevos rostros se unen de camino. Entre ellos un cierto Vivaldo, traba conversación con el enloquecido hidalgo, y conociendo sus locuras por sus palabras, le pide, por pasar buen rato, noticias de la dama, por la que, como según es fama hacen los buenos caballeros, debe profesar el más casto, ideal y puro de los amores. 

El discurso de la Edad de Oro, A. Audet sobre G. Doré.

El discurso de la Edad de Oro, A. Audet sobre G. Doré.

La respuesta del viejo hidalgo, enamorado hasta los huesos de un sueño, de un ser imaginario nacido en su mente, sale de sus labios con la mayor naturalidad. Es como si continuara el discurso de la Edad de Oro. No puede hablar de la antigüedad del linaje de Dulcinea y en vano buscarán su nombre los genealogistas. Dulcinea no está entre las familias ilustres de España, a quienes el enamorado caballero cita de memoria en un improvisado catálogo. El linaje de su amada es nuevo, moderno, pero tan digno como el que más. No hay sorpresa posible, también él es un hombre nuevo; no solo porque de viejo hidalgo haya renacido en más juvenil y noble caballero, sino porque al hacerlo enterró su apellido y su hidalguía, para idear un nuevo nombre para sí mismo. Nacía igualmente sin abolengo, sin raíces ni escudo familiar. 

El nacimiento y la noble cuna no son lo que define a la persona, lo que hace que alguien sea amable o aborrecible. El viejo enamorado sabe que son nuestros actos, aquello que hacemos, lo que nos define mucho mejor que las circunstancias sociales, que la riqueza sujeta a los cambios de fortuna, que el linaje de nuestros antepasados. Cada uno es hijo de sus obras, proclama. Es más quien más hace, y por el fruto se conoce el árbol.

Como Adán y Eva son don Quijote y Dulcinea. Nacen sin estirpe ni abolengo, y anuncian a los cuatro vientos, sin el menor reparo, esta condición de pura novedad, esta independencia de la costumbre y de las leyes del linaje. No es casual que don Quijote haya proclamado su fe en las obras por encima de la alcurnia en un bosque donde los enamorados escriben versos de amor acompañados del rabel, después de haber soñado despierto con la Edad de Oro y la límpida desnudez de los amantes. 

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