El Prisma

¿Se criminaliza a los empresarios? El cinismo de quienes más tienen

J. L. Vidal Coy

J. L. Vidal Coy

Las generalizaciones no sirven. Ni los empresarios son criminales sociales, ni los periodistas mentirosos compulsivos, ni los funcionarios gandules recalcitrantes, ni los políticos golfos impenitentes, etc., etc., etc. De otra parte, las victimizaciones tampoco son correctas: cuando se descubre un caso fraudulento en cualquier oficio o profesión no vale clamar que se pretende demonizarla en su conjunto. La costumbre y la mirada simple, sin embargo, llevan a la falsa generalización, al todos son lo mismo: pandilla de jetas, banda de sinvergüenzas...

Vienen las falsas visiones siempre derivadas de pocos casos. Antonio Garamendi, máximo líder de la CEOE, sirve de ejemplo. En este caso, sí se puede decir que ha dado motivos para que el foco se centre en él. Su especial situación laboral de falso autónomo, luego regularizada, como un ‘rider’ cualquiera; su salario anual insultantemente alto (400.000 euros) en paralelo con un SMI anual de 15.120 euros (que ‘su’ cúpula empresarial rechazó negociar al alza) dan motivos para señalarlo. Su reacción a las críticas («es como cuando hay una violación y dicen que la chica iba en minifalda») califican al presidente patronal suficientemente.

Llueve en un ambiente muy mojado porque los seis grandes bancos (Bankinter, BBVA, CaixaBank, Sabadell, Santander y Unicaja) batieron récords de beneficio conjunto en 2022 (20.850 millones) mientras la población sufre las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania, las hipotecas se disparan, el coste de los alimentos empequeñece la bolsa de la compra con los márgenes crecientes de la grandes distribuidoras y aquellos bancos despidieron a 25.000 trabajadores desde 2019.

Los señalados pueden ser casos aislados. Puede. Si descendemos algún escalón, en sectores cercanos también hay empresarios quejosos de ser criminalizados. En cualquiera de las manifestaciones por el Tajo-Segura se ha puesto el acento en la «persecución de la agricultura». En realidad, lo que ha salido a la luz pública por obra de investigaciones judiciales es que varias decenas de empresarios agrícolas son investigados por malas prácticas que han contribuido sobresalientemente al ecocidio del Mar Menor. Hasta ahí: ni son todos ni se ha dicho o pretendido que lo sean.

Otro rubro en entredicho que también clama por su honestidad total es la hostelería. En la Región, con más de catorce años sin renovar el convenio colectivo, poco tiene que llorar la cúpula sectorial. Sabido es que, junto a profesionales eficientes más o menos bien pagados y tratados, bastantes bares y restaurantes son terreno abonado del fraude y la precariedad laboral más extrema. Solo comparables a la situación de los jornaleros del campo. ¿Quiere esto decir que la hostelería en su conjunto sea deleznable? No, en absoluto. Pero, como ocurre en banca y agricultura, unos cuantos listos crean la mala imagen del sector y luego recurren a las organizaciones gremiales para defenderse. Y esas cúpulas asumen sin problema el discurso victimista y de protesta contra su demonización, corporativizándola.

Por eso es erróneo tirar a bulto y recurrir al ‘todos son iguales’. Porque no es cierto. Como tampoco lo es que todos sean unos santos varones y mujeres. Generalizar no lleva a ningún sitio: solo contribuye a incrementar la confusión reinante. Casos sangrantes, haberlos haylos. Pero son individuales. Como el del ex-autónomo Garamendi. Aunque las reacciones corporativas distorsionen el debate intentando proteger a los cínicos, sobre todo cuando son varios e intentan confundir las partes con el todo en busca de carta blanca para actuar descaradamente y sin contar con la sensibilidad de los demás. Que está muy a flor de piel en España: es el quinto país más desigual de la UE mientras el 10% concentra en sus manos el 60% de la riqueza, el riesgo de exclusión crece, la clase media está cada vez más agobiada y los jóvenes solo tienen en perspectiva un precario futuro mileurista (si tienen suerte).

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