Opinión | Jodido pero contento

La revancha de los jesuitas

Malos tiempos para el Opus Dei, sobre todo a la luz de los últimos nombramientos de cardenales electores hechos por el Papa, que aseguran notablemente la continuidad de una visión más tolerante, transparente y compasiva con los desheredados en el futuro de la Iglesia romana

El Papa Francisco I.

El Papa Francisco I. / L.O.

Si ha habido en la historia del catolicismo una institución con influencia e implantación global, esa es sin duda la Compañía de Jesús, a cuyos miembros se designa comúnmente como jesuitas. Aunque ya no sean los tiempos del Siglo de Oro español, los jesuitas disponen aún de un nutrido «ejército» (siempre se vanaglorian de su disciplina militar, reflejada en su voto extra de obediencia al Papa) en forma de miembros activos y una pléyade de exalumnos de sus cualificados centros educativos en todos los niveles y en muchos países del mundo, empezando por la Universidad de Deusto en nuestro país. Precisamente por ese «cuarto voto» de obediencia al Pontífice de Roma sufrieron enormemente por el castigo disciplinario que les infligió el Papa Wojtyla, que intervino la Compañía, apartó al entonces superior Padre Arrupe, y nombró directamente un nuevo superior bajo control y supervisión directa de la Curia vaticana. Aquellos tiempos pasaron pero, como reza el dicho, la venganza es un plato que se debe servir frío. Décadas después, el primer Papa jesuita de la historia se prepara a tomar la revancha del Opus Dei, otra institución católica de fundación española que gozó de las preferencias de Wojtyla e influyó notablemente en las decisiones que tomó a lo largo de su duradero papado. Y una de ellas fue precisamente meter en cintura a la Compañía de Jesús y anular la influyente figura del progresista Arrupe.

La historia de la relación del Opus Dei con los jesuitas solo puede calificarse de tormentosa. Josemaría Escrivá, canonizado por Wojtyla, vivió un cierto idilio con la Compañía, a cuenta de su primer director espiritual en Madrid. Gracias a él se conectó con las devotas señoras de la alta burguesía madrileña, en concreto con familias cuyas raíces estaban en las Arenas y Neguri, en el País Vasco. Desde la fundación de la Obra, una de las muchas iniciativas por revitalizar la espiritualidad laica con un profundo espíritu combativo que surgió en el catolicismo patrio en el período de entreguerras (ahí están Acción Católica y al Asociación Nacional de Propagandistas), Escrivá y los jesuitas compitieron por el mismo nicho de mercado: jóvenes con «cabeza, corazón y clase» destinados a convertirse en dirigentes morales, económicos y políticos de la España venidera. Las relaciones entre Escrivá y Arrupe se arruinaron cuando el primero descubrió casualmente que las conversaciones que periódicamente estaban manteniendo para mejorar la relación entre las dos entidades religiosas estaban siendo grabadas en un magnetofón sin su consentimiento.

Quien no esté en el ajo, no le habrá dado mucha importancia al anuncio del Vaticano de que se vaya a modificar sustancialmente el estatus privilegiado del Opus Dei, que precisamente Wojtyla concedió como el deseo más añorado por su fundador, que no llegó a verlo en vida: un estatuto singular que permite al Padre -como se designa al presidente de la Obra- ejercer su jurisdicción particular como obispo de toda la comunidad de miembros. Inicialmente, la Iglesia había creado al hilo de las reformas del Concilio Vaticano II una figura denominada Instituto Secular, pero Escrivá se sintió pronto incómodo con las restricciones que suponía esa configuración, sobre todo porque los miembros del Opus Dei seguían bajo la jurisdicción y control de los obispos diocesanos, lo cual era visto como una intromisión en el funcionamiento interno de «su» organización. El que se crearan otros Institutos Seculares, como las admirables Teresianas, al hilo de la figura creada por inspiración de Escrivá no ayudó mucho tampoco a su conformidad con dicha figura canónica.

Así que toda la artillería y la influencia que progresivamente Opus Dei fue desarrollando en Roma con el paso de los años se dirigieron expresamente a conseguir el reconocimiento como Prelatura personal, lo que permitiría cortar el paso a los obispos diocesanos -una figura clave en la organización territorial de la Iglesia- e impedir que metieran sus narices -por decirlo claro- en la gestión interna de los centros de la Obra. En Inglaterra, por ejemplo, a un obispo católico se le inflaron las narices -por seguir con la analogía- al recibir repetidas quejas de que menores de edad estaban siendo reclutados e impelidos sin conocimiento de sus padres a un compromiso de por vida con una agrupación religiosa con un alto grado de secretismo y con profundos rasgos de culto a la personalidad de su fundador. Eso motivó que en Reino Unido se prohibiera expresamente el ingreso en la Obra de menores de dieciséis años. Tarea inútil por otra parte, porque la adhesión plena, desde el punto de vista del compromiso espiritual en la carta de solicitud de admisión al Padre, se distingue formalmente de la aceptación de la admisión y, posteriormente, del contrato de adhesión, no antes de los dieciocho años en este último caso. 

El Opus Dei, que ha modificado algunos rasgos de su perfil más conflictivo con los años, debe estar viviendo uno de los peores momentos de la historia, aunque hagan esfuerzos por ocultarlo. Ser tratado como otra orden religiosa más - su destino inexorable al perder su estatus privilegiado como diócesis extraterritorial- es otro clavo en el ataúd de un ambicioso proyecto por transformar el mundo secular desde dentro, con célibes viviendo con plena dedicación su fe desde el propio ámbito de las profesiones mundanas, empezando en las universidades, en cuyo seno Escrivá reclutó los primeros miembros allá por los años veinte del siglo pasado. En la visión de Escrivá, el Opus Dei era algo muy parecido a los «monjes soldados» de las órdenes militares medievales. Una visión gigantesca que se ha ido diluyendo con el paso de los años por la dinámica de secularización que impregna el mundo actual. Por mi experiencia a lo largo de los años, desde mis tiempos de estudiante en la Universidad de Navarra, puedo certificar que la mayor parte de los numerarios que perseveran en la Obra se dedican a tareas internas o, directamente, se han ordenado sacerdotes. Es difícil hoy en día encontrar un profesor de universidad y no digamos un médico, sin ninguna identificación de su condición, pero vocacionalmente célibe y cumpliendo con el rigor requerido con las normas prescritas por sus directores. Eso no significa que el Opus Dei carezca de una nutrida afiliación, sobre todo de miembros que viven su fe religiosa en el marco de una vida normal como padres y madres de familia (los llamados supernumerarios, siguiendo una nomenclatura que denota los orígenes universitarios de la institución). Malos tiempos en todo caso para el Opus Dei, sobre todo a la luz de los últimos nombramientos de cardenales electores hechos por el Papa Francisco, que aseguran notablemente la continuidad de una visión más tolerante, transparente y compasiva con los desheredados en el futuro de la Iglesia romana.

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