El Partido Republicano de Estados Unidos es conocido popularmente por las siglas GOP (Grand Old Party). Como todo partido de gobierno, aquí y allí, suele abarcar distintas sensibilidades e incluso ideologías diferenciadas y, a menudo, enfrentadas. En España lo vimos con la UCD, que agrupaba más o menos cómodamente a liberales, socialdemócratas, demócrata cristianos y hasta los «azules» del Antiguo Régimen, y también se vio, en parte, con el PSOE, donde se juntaron los partidarios de Tierno Galván y algunos eurocomunistas que se pasaron rápidamente al caballo con más posibilidades de ganar. Ese esquema persiste actualmente en un Partido Popular que integra, a pesar de ellos, al grueso del electorado e incluso de la militancia de Ciudadanos, y que ahora aspira a succionar gran parte de los apoyos de Vox. Las leyes electorales se conciben para facilitar la gobernabilidad, y eso supone casi siempre primar a los partidos «ómnibus». Cuando no es así, como en el caso extremo de Israel y su sistema proporcional casi puro, la tendencia es a la disgregación en partidos minúsculos que hacen más difícil la formación de gobiernos estables.

El efecto derivado de la existencia de los grandes partidos es que la lucha política se traslada al interior de estos. ¿Cuántas veces hemos oído lo de los trapos sucios se lavan el casa? Es otra forma de decir que las luchas entre facciones internas no deberían trascender a la opinión pública, porque la marca pierde o, lo que es lo mismo, todos pierden. Es fácil ponerse de acuerdo cuando se detenta el poder, porque hay muchos cargos y prebendas para repartir (acordémonos de nuestro «turnismo» decimonónico y sus correspondientes cesantías a la espera de que las tornas cambiaran). Pero nunca se ha contemplado una batalla más feroz dentro de un partido de gobierno como la que se vive actualmente en Estados Unidos con Donald Trump y su poderosa secta , que constituye aproximadamente una cuarta parte más o menos de los electores inscritos como republicanos. 

En un país como España, y en casi toda Europa, el consenso político general está mucho más cercano de lo que propugna el Partido Demócrata que de lo que representa el Partido Republicano, con su insistencia reiterada desde la época de Ronald Reagan en rebajar los impuestos a los más ricos y oponerse frontalmente a todo lo que suene a sanidad universal. Por no entrar en la cultura de las armas, que aquí horroriza al más pintado y los votantes republicanos ven como una salvaguarda de la libertad individual frente a la imposición del Estado federal. Así que vemos con consternación el control férreo que parece ejercer el antiguo presidente Donald Trump sobre los electores que votan en las primarias para elegir a los candidatos del partido. El último de estos chascos nos lo hemos llevado con la derrota rotunda (del 24% al 66% de su oponente) de Liz Cheney, en las primarias de su circunscripción a manos de una candidata promovida y respaldada por Donald Trump.

Que una mayoría abrumadora de los votantes republicanos sigan creyendo que la elección le fue robada con malas artes al anterior presidente, resulta patético cuando lo leemos a este lado del Atlántico. Y temblamos de terror ante la posibilidad cierta de que Donald Trump se presente y gane las próximas elecciones presidenciales en 2024. La buena noticia es que eso es más improbable cada día que pasa. Y de hecho, los que más se alegran de las derrotas de los republicanos moderados, e incluso de la reversión del derecho al aborto a manos de una mayoría conservadora del Tribunal Supremo, son precisamente los estrategas electorales del Partido Demócrata. Y la explicación es sencilla, sobre todo si acudimos a una historia reciente en el Reino Unido.

Una historia similar a la que estamos contemplando en Estados Unidos sucedió en Reino Unido, donde una poderosa minoría izquierdista aupó al poder a estrafalario personaje, amigo de Chávez y defensor a ultranza de la causa palestina, llamado Jeremy Corbin. Después del descrédito en que cayeron los partidarios de Tony Blair y su tercera vía, después de su apoyo sin matices a la guerra de Irak, la facción trotskista del Partido Laborista conocida como Militant, propició una entrada masiva de nuevos militantes con el exclusivo propósito de apoyar a Jeremy Corbyn en las primarias del partido. Los «corbynistas», como son conocidos, dieron la vuelta como una tortilla a los presupuestos socialdemócratas que tan bien le habían ido a los laboristas en sucesivas elecciones. Jeremy Corbyn se ganó a pulso la fama de «inelegible», porque, en un sistema mayoritario de circunscripción única como el británico, basta que un candidato provoque un amplio rechazo para que el partido en cuestión pierde las elecciones de forma decisiva. Y ese fue el motivo, ni más ni menos, de la victoria arrolladora de Boris Johnson en las elecciones de 2019. Jeremy Corbin y sus partidarios -no hay que olvidarlo- fueron responsables determinantes de la victoria del ‘leave’ frente al ‘remain’ en el referéndum del Brexit. Para los corbynistas, la UE era un despreciable club de ricos y liberales, aunque sus leyes laborales protegían a los trabajadores hasta un extremo desconocido por la legislación más liberal del Reino Unido.

En Estados Unidos, me atrevo a vaticinar, pasará prácticamente lo mismo, a no ser que la mayoría (que lo es) moderada del GOP se rebele contra la secta de Trump y le corte el camino a la candidatura presidencial. Probablemente confíen en que los problemas legales del derrotado expresidente -acosado en múltiples vías y por diversas instancias judiciales- no hagan necesario el enfrentamiento directo con otros candidatos en primarias. Lo cual sería una pena. Como demuestra la experiencia de Corbyn en el Reino Unido, no habría mejor final para esta historia de terror que una nueva y más contundente derrota de Donald Trump a manos de Joe Biden o, mejor, otro candidato que le sustituyera y con más capacidad de ilusionar al dividido público norteamericano.