Leo que tras la invasión de Ucrania una rusa liberal le ha escrito a un amigo occidental: «Estoy viviendo una pesadilla y no consigo despertarme». Tras una larga y angustiosa pandemia, parece que los años 20 de este siglo van a ser peores que los del anterior.

Un titular de un relevante diario ha dicho que Europa ya sufre un «ataque de estanflación», alta inflación y PIB estancado. Y puede ser porque los bancos centrales, que son los que con tipos de interés mínimos y masiva compra de bonos, han reanimado la economía, ya están tirando la esponja. No saben luchar al mismo tiempo contra la inflación y una incipiente recesión. Dos peligros paralelos que son vitaminas para el populismo.

España va a sufrir (ya se empieza a notar) esta doble pesadilla. Y como no somos el país más rico, nos iría bien una fuerte dosis de voluntad común ante una tempestad de duración desconocida. Felipe González, que fue el líder de la izquierda y es hoy alabado por la derecha, ha declarado a José Antonio Zarzalejos: «Deberíamos hacer un gran pacto nacional, de respuesta a la crisis, entre los dos actores centrales, el PSOE y el PP, abierto a todos los que quisieran sumarse. Sería como, salvando las distancias, los pactos de La Moncloa, que fueron un pacto de rentas para no hacernos daño en la espiral sin fin de precios y salarios». Tiene razón. Precios al alza y empleo a la baja (hay empresas que no pueden aguantar el precio de la electricidad) pueden llevarnos a un callejón sin salida.

¿Hay alguna posibilidad de que en el actual clima de guerra civil no cruenta esta receta sea atendida por Pedro Sánchez y Núñez Feijóo? No es útil desesperar, pero tal como se ha resuelto (¿resuelto?) la crisis de Castilla y León no hay muchas esperanzas. Feijóo, que llega a la presidencia del PP con una imagen pragmática y centrada, podría haber dilatado el desenlace y buscado una abstención del PSOE para que la extrema derecha no entrara, por primera vez, en un Gobierno autonómico. No lo ha hecho porque ha pensado que lo más prudente no era iniciar con polémica su liderazgo. ¿El sanchismo debía dejar de ser el demonio y pasar a ser un enemigo respetable? Feijóo cree que Mañueco se comerá el marrón y que tiene tiempo por delante. ¿Por qué iniciar su mandato excomulgando a Vox y pactando con un aliado de Podemos, ERC y Bildu?

A corto plazo quizá acierte. Pero ya ha perdido alguna pluma, inquietado al PNV y desagradado a Donald Tusk, el presidente del PP europeo.

Pero Pedro Sánchez también ha desaprovechado una oportunidad. Podía haber hecho que el PSOE se abstuviera ‘gratis total’ para que la extrema derecha, como pasa en Alemania y Francia, no se legitime en los Gobiernos. Y no lo ha hecho porque el PP no lo ha pedido en tiempo y forma (ahí tiene razón), pero también porque cree que los pactos con Vox van a perjudicar al PP en las próximas elecciones andaluzas y en las generales de 2023. Quizá desde una óptica partidista tenga razón, pero Sánchez debe saber que tiene un gran agujero negro en el centro político que le perjudica. Podía haber sido menos partidista.

Sánchez y Feijóo, dos políticos experimentados y con notables éxitos electorales a sus espaldas, han priorizado la política de partido (y peor, de bloque) a la conveniencia, en plena y grave crisis mundial, de tejer unos mínimos consensos. Feijóo debe pensar que en época de vacas flacas La Moncloa será para Sánchez un potro de tortura. Y Sánchez creer que tener como alternativa electoral a alguien que pacta con la extrema derecha populista le será rentable. Pueden tener razón. González venció en el 82 tras aquello de «OTAN, de entrada, no». Y Aznar le ganó en el 96 acusándole de ser el eje de la corrupción y con la sospecha de que era la X del GAL.

Hoy ya deberíamos ser menos elementales. Y nos convendrían políticos más estructurados que no solo apostaran a corto plazo. Esta semana, Sánchez y Feijóo no lo han hecho. Pero descalificarles tampoco arregla nada.

Hoy, quizá es mejor solo ponerlos de cara a la pared, que es como hace mucho (en un colegio municipal de la Barcelona de los primeros 50) nos avergonzaban, antes de amenazarnos con ‘el cuarto de las ratas’, a los crédulos niños que se habían portado mal.