La Opinión de Murcia

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Andrés Torres

Cartagena D.F.

Andrés Torres

La vida real

ILUSTRACION DE SILVIA ALCOBA

Me hubiera gustado levantarme esta mañana en plan Hombres G, dando un salto mortal, y echando un par de huevos a la sartén, pero me dolía el cuello y he tenido que incorporarme con cuidado para no quedarme clavado y que conformarme con un café con leche y una tostada. He llevado a mis pequeñas al colegio y, después, he acudido a una cita con el médico, que tenía desde hace unas semanas, como consecuencia de unos dolores que llevan tiempo dejándome con la mosca detrás de la oreja. Alli, sentado en la sala de espera, los minutos del reloj pasaban sin pena ni gloria, hasta que casi una hora después de mi cita, me han llamado. La atención del especialista ha sido excelente y tranquilizadora, por lo que he regresado a casa más tarde de lo que esperaba, pero satisfecho.

En el camino, me he topado con el atasco en la Cuesta del Batel. He podido tomar la redonda del monumento festero para ir por el vial del muelle, pero he sufrido el corte de los dos carriles al mar y el consiguiente atasco en hora punta, mientras contemplaba cómo las vallas ocupaban una vez más las explanadas del muelle Alfonso XII. A ver si esta es la definitiva, al menos en varias décadas. Espero que los promotores de la remodelación de la zona acierten a la hora de crear atractivos populares, que animen a los cartageneros a disfrutar de ella, en lugar de espantarlos, a ellos y a sus carteras. Que no está el horno para bollos ni para muchas alegrías.

Porque las cuentas salen, pero cada vez un poquito menos. Esta semana he podido revisar las facturas de los suministros mensuales: luz, agua, gas, telefonía e internet y la alarma. Muchos pensarán que esta última es prescindible, aunque, seguramente, cambiarían de idea, si supieran los robos que se han producido en los pisos del entorno de mi edificio en los últimos tiempos. El caso es que sumando las facturas de una y otra compañía, el coste total da casi para otra hipoteca y lo peor es que este incremento parece no tener fin.

Además, parecen empeñados en someternos a estas incertidumbres, porque a ninguno se nos escapa que una guerra en la lejana Ucrania dejaría notar su efecto mariposa, como mínimo, en nuestros ya maltrechos bolsillos. Vamos, que esto de la globalización se aplica para lo bueno y para lo malo y dependemos más de los chinos que del supermercado y la frutería de abajo. Por cierto, hablando de frutas, me pregunto si estos comercios han cumplido con la prohibición de acumular montañas de cajas ante sus fachadas y si los policías locales se han preocupado por evitarlo, como anunciaron la semana pasada. La verdad es que no lo he comprobado personalmente, pero sí me sigo topando con la misma rampa, el mismo cartel y los mismos maceteros que lucen delante de sus puertas algunos establecimientos. Uno, que tiene sus limitaciones, se los ha comido más de una vez, de ahí, tanto interés, si se lo preguntan. No es manía ni persecución, nada en contra de que cada uno se busque la vida, pero que, en la medida de lo posible, lo hagamos sin poner obstáculos en la de los demás.

Tengo la suerte de poder recoger a mis hijas a la salida del colegio. Mientras esperaba, comentaba con un amigo cómo lo han pasado con el coronavirus como molesto huésped en casa. Parece que se acaba la pandemia, aunque eso pensábamos también antes de Ómicron. Al menos, podemos relajarnos un poco y las restricciones que perduran son pecata minuta con lo que hemos pasado. Ya hasta podemos quitarnos la mascarilla por la calle, pese a que persistan algunas miradas asesinas cuando te ven con la boca al descubierto, como si tu aliento fuera más mortal que un kalashnikov ruso.

No sé que les dan en los coles, porque la vitalidad y la energía con la que salen mis dos peques después de cinco horas y media de clases es gratificante. Ojalá todos mostráramos el mismo entusiasmo e inocencia a la hora de contar lo que hacemos y nuestros proyectos futuros. A veces, me gustaría ser tan primario como un niño cuando termina la jornada escolar y se come el mundo y un caballo que le pongas delante, porque les falta tiempo para preguntarte qué hay de comer. Tú, preocupado por su formación, le interrogas sobre cómo le ha salido el examen, a pesar de que te ha demostrado una y mil veces que es un excelente estudiante y que le va de lujo. Su escueto ‘bien’ no nos deja del todo satisfechos, porque los adultos tenemos mucho que aprender de las prioridades de los niños y estar atentos a todo lo que nos enseñan, en lugar de darles tantas lecciones.

Sentados a la mesa, hemos dialogado sobre cómo ha ido la mañana, qué tal en el cole, qué te ha dicho el médico, cómo están tus padres, si ha llamado el del banco, si han cobrado ya esto o aquello… Se acercaban las tres de la tarde y se me ha ocurrido poner el telediario. Nada nuevo desde que Caín mató a Abel, las mismas luchas fratricidas de siempre que no gana nadie, pero eso somos los humanos, como Caín y Abel, unos que hacen cosas y los otros que la lían porque tienen celos de los que hacen cosas. No hemos aprendido ni cambiado nada.

Se lamentaba nuestra alcaldesa de lo desviada que está la actualidad de las cosas importantes, como el congreso internacional de turismo que han conseguido para nuestra ciudad y sus implicaciones y benificios para los cartageneros. «Me gustaría que se hablara más de esto y no de lo otro». Le he copiado la frase y le he pedido a mi hija que apagara la tele. Le he dado el último bocado al pollo y le he preguntado: «¿Qué hay de fruta?».

Supongo que mi vida no les importa nada en absoluto. A mí tampoco me importa el serial dramático en que se ha convertido la política, más allá de que cada vez unos y otros se merecen menos nuestros votos.

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