Les he contado alguna que otra vez que pasé la primera ola no-confinada en Bélgica. Al contrario que aquí, que tuvieron cien días de arresto domiciliario obligado por la circunstancia, en Bruselas éramos libres. Libres si la dicotomía es comunismo o libertad, porque en realidad todos los comercios estaban cerrados, restaurantes también y sólo se podía ir a pasear de dos en dos. Pero al menos se podía respirar aire libre.

Mientras en España estaba prohibido hasta salir a trabajar si la profesión no era considerada esencial, en Flandes íbamos cada día a la oficina sin mascarilla, comíamos todos juntos en amor y compañía e, incluso, algunos diputados de extrema derecha eran arrestados en orgías gays clandestinas. Libertinaje pandémico, vaya.

Hace unos meses, cuando yo aún no había cambiado los gofres en la Grand Place por el relaxing cup of café con leche en la Plaza Mayor, las autoridades de ese no-país centroeuropeo que quizás gana la Eurocopa tuvieron a bien decretar que la mascarilla dejase de ser obligatoria en exteriores, después de un par de meses (no más), de imponer su uso en contra de la voluntad y obediencia de la mayoría de ciudadanos que ahí residíamos. En esas pocas semanas hasta que el bozal volvió a ser obligatorio no hubo un solo alma por la calle que portara, ni de lejos, algo parecido a una mascarilla. Más allá de algún asiático que empero que la llevaría también si el Covid no hubiera hecho su aparición en nuestras vidas, la obediencia al Gobierno que imponía la libertad era absoluta.

Y de pronto, llegamos a España. Hace unos meses se montó la mundial porque resulta que AstraZeneca primero muy bien, luego muy mal, luego medio pensionista y luego uf, que ya está media España inoculada con ella. Y la ministra Darias, esa que vino a sustituir a un señor que se iba a Cataluña a hacer de felpudo independentista, se saca de debajo de la chistera un estudio que dice que mejor si en la segunda dosis todos se inyectan Pfizer, que la salud es lo primero y ese pequeño detalle de que España no ha comprado dosis suficientes de la vacuna de Oxford pues igual resulta que sí que va a ser un problema.

Y llegan las segundas dosis y la presión popular acaba produciendo que se ofrezca la opción de completar la pauta con AstraZeneca, como desaconsejaba de manera explícita e insistente el Gobierno, o hacerlo con Pfizer, como casi rogaban desde Moncloa. Resultado: más del 90% de los ciudadanos prefirieron mantener farmacéutica y no hacer caso a las recomendaciones de la santísima trinidad Sánchez, Simón, Darias.

El sábado pasado, después de ese asunto nada importante llamado «indultos a los socios golpistas independentistas», su Sanchidad nos honró con la posibilidad de abandonar las mascarillas en exteriores, que probablemente era un anhelo compartido e impensable incluso mayor que el gol de Morata de antes de ayer en la Eurocopa. Y el Gobierno nos lo concedió, y los españoles salimos a la calle el sábado… y todos seguimos llevando el cubrebocas.

Los españoles no somos tan distintos a los belgas, y si lo somos es en favor de una mayor alegría hacia abandonar el cumplimiento íntegro de la legalidad. Si ellos dejaron la mascarilla ipso facto cuando tuvieron la oportunidad, y nosotros seguimos con ella a pesar de los 40ºC a la sombra que reinan en Murcia, la única explicación plausible a tal fenómeno paranormal tiene nombres y apellidos: Pedro Sánchez.

Y es que, excelencia, haciendo uso de su eslogan, tengo algo que decirle. Presidente, yo no le creo.

Y los españoles, menos.