En 1865 Benito Pérez Galdós escribió un relato sobre las consecuencias de la epidemia de cólera que él conoció de primera mano. Se titulaba Una industria que vive de la muerte y presentaba un escenario de miedo generalizado suscitado por la enfermedad, en medio de un ambiente de angustiosa vecindad con la muerte. El bullicio de las calles había cesado en su alegría diaria. Sin el vaivén de gentes que iban de un lugar a otro, ahora solo había zozobra y luto.

El cólera había traído su propia música, pues ahora en lugar de canciones se escuchaban llantos; y sobre todo, se había extendido un nuevo fenómeno sonoro, el martilleo constante y sin pausa de los constructores de ataúdes. Esta industria funeraria prosperaba y nacía del seno pestilente de la plaga. Cada ataúd construido, cada féretro que salía sólidamente montado y funcional, otras veces más elaborado, recargado y barroco, más caro, según la riqueza y la posición social del difunto a quien había sorprendido el implacable verdugo del Ganges, representaba una ganancia segura. También es cierto que cada ataúd de estos terribles talleres suponía también una vida que se extinguía.

Ese repiqueteo de martillos se enseñorea de las calles para transformarse en una evocación despiadada de la fragilidad humana y de la condición mortal. Ya no es metal contra metal, cabeza contra clavo, se ha transformado en el sonido primordial que abre las puertas del Hades. De la cultura y de la artesanía, de la mente del demiurgo, caemos en el estado natural del puro ruido, como el de la roca que se derrumba en la montaña o del trueno que retumba a lo lejos. Y ese sonido se ha convertido a su vez en evocación, en la misma muerte, en su símbolo sonoro más claro que la imagen de los cadáveres en la morgue. La percusión continuada de una colonia entera de constructores de féretros se combina con el repicar de las campanas y el toque de difuntos, completando así el cuadro.

Pero Galdós nos recuerda que el dominio de la epidemia, de cualquier epidemia, pasada, presente o futura, tiene los días contados, pues los miasmas deletéreos acaban purificándose y la vida se restaura, vuelve. La salud es la norma, el triunfo de la vida, el crecimiento. La enfermedad, pese a su ritmo recurrente y sus múltiples transformaciones, es la excepcionalidad; su reinado no puede durar siempre, aunque siempre vuelva. El mundo es un prodigioso juego de equilibrios a los que también obedecen enfermedad y muerte. Para Galdós la industria avariciosa no se da cuenta de semejante verdad, y al igual que antes vivía de explotar y aprovecharse de la vida, ahora hace lo propio con la muerte y la desgracia ajena.

El buitre de esta historia es un carpintero a quien el martilleo metálico no molesta en absoluto, pues estimula su sed de negocio, semejante ruido significa un mayor demanda. Cuando el sonido de la muerte se va apagando porque, al fin, el aire se purifica y los organismos microscópicos se baten en retirada, todavía cifra sus esperanzas en un magnífico ataúd para un adinerado moribundo, pieza rezagada que se cobrará la plaga. Su industrioso frenesí y su apetito de riqueza y beneficio pretenden darse un último festín, salvo por el hecho inesperado, como una burla cruel, de la repentina curación del cliente cuya familia revierte el lúgubre encargo y lo cede con generosa gratuidad al propio hogar del carpintero, ahora mortalmente enfermo de cólera en los últimos estertores de la peste.

Qué sabia es la ironía y qué mal hemos hecho en nuestros días desterrándola como elemento fundamental de comunicación. El carroñero que vivía de la desgracia de la gente y que la ansiaba, estaba preparando su gran obra, en realidad, para sí mismo. En su taller se hizo el silencio, no había más martilleo, tan solo el llanto contenido de la familia del difunto. El cólera, enfermedad que tantos habían visto, era para Galdós (en notable sinestesia) una plaga tan audible como visible, perceptible por el sonido, metal contra metal hundiéndose en la madera. Al cesar, con el cierre por defunción del último taller operativo, se dejó de escuchar el cólera, volvió la alegría enseguida que la muerte quitó el martillo de la mano y se llevó a bailar su danza macabra al fabricante de ataúdes.