Opinión | Escrito en el agua

D’Annunzio en Fiume

Mussolini no se fiaba de él ni él de Mussolini, pero cuando el tren de los nuevos tiempos llegó, D’Annunzio ya arrastraba demasiadas derrotas en el cuerpo y no pudo cogerlo

Mussolini y D'Annunzio

Mussolini y D'Annunzio / L.O.

Se ha estrenado en Italia El poeta y el espía, una película que en España tendría difícil encaje si quisiésemos adaptarla a nuestra experiencia histórica. Comparar el comportamiento de las sociedades en países cercanos suele ser un ejercicio sano, aunque no definitivo. Italia no es que sufriera el fascismo, sino que lo creó. Y me refiero al fascismo auténtico, al totalitarismo extremo que se colaba por las rendijas de cada casa, en el azúcar del café y en los versos de los poetas. Nada de simulacros asumidos como un mantra político, al margen de banalizar el término, de agotar el concepto. Si se revisase la historia italiana de los años veinte hasta el final de la II Guerra Mundial (con los ojos actuales, los del censor ignorante), serían pocos los que se salvarían de la quema. Sin duda, el D’Annunzio de Fiume ardería de los primeros. Pero ahí está, a pesar de las hogueras de las vanidades, enseñándonos que todo es susceptible de repetirse.

Pero la otra cara de la moneda también debe ser expuesta. El poeta se descubre como un fascista convencido, de los que inspiraron el movimiento y disputaron la historia. Su figura se hizo tan grande que resultó incómoda para el organigrama del partido. Con talento natural para enloquecer a las masas, el escritor llevó una vida más acorde con el ideal caballeresco que con el de un hombre de letras. Fue la pólvora de aquellos días. Participó en la I Guerra Mundial siendo piloto, sobrevolando la ciudad de Trieste, reclamada por Italia, pero también con proyectos estrambóticos, como que el situó a un escuadrón aéreo sobrevolando Viena para lanzar miles de manifiestos de colores o la creación de puente aéreo Roma-Tokio.

El punto álgido llegó con el caso de Fiume. Hoy en día, son pocos los que recuerdan que en la península de Istria, a medio camino entre Venecia y la costa Dálmata, existió una república efímera, atrapada entre dos mundos y creada gracias al empuje de D’Annunzio. La ciudad es uno de los pocos puertos marítimos con los que contaba el Imperio Austro-Húngaro, donde Sisí pasaba parte de sus veranos. Actualmente el enclave es una estación medio oculta del Mediterráneo que adquiere el nombre de Rijeka y en la que fondea la bandera de Croacia. Pero durante un par de años fue la República de Fiume y su líder fue un poeta fascista.

La guerra ha finalizado y los Aliados habían prometido a Italia concesiones territoriales para que se cambiase de bando. Pero con la paz no se cumplieron las exigencias prometidas. Italia se quedó sin esa parte de la costa Dálmata, lo que fue considerado por los italianos como un ultraje internacional y una muestra de debilidad de la democracia liberal que luchaba por mantenerse en Roma. Es el momento de D’Annunzio, ya celebrado como el poeta nacional. Junto a un grupo de legionarios, comanda una expedición que conquistará Fiume. La pequeña ciudad costera observa el avance de una tropa que aparece por la línea del mar y se va acercando poco a poco. La ciudad es tomada entre el júbilo de la población, de mayoría italiana, y a los pocos días el ‘Fascio di combatimento’ se unirá a ellos.

Se redactará y sancionará una constitución. Se creará un ejército permanente, un estatuto sindicalista, una bandera, habrá elecciones y Fiume vivirá una calma tensa, entre los ejércitos del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos y la inoperancia del Gobierno italiano. La empresa de D’Annunzio venía a poner en jaque el Tratado de Rapallo, que había dejado Fiume en un situación poco definida. En 1920, el ejército italiano entró en escena expulsando a D’Annunzio y su ejército de Fiume, en un gesto que fue considerado una traición por los fascistas. El día de Navidad de 1922, la marina italiana bombardeó la ciudad. Mussolini se frotaba las manos mientras tanto. La estrella política de D’Annunzio, que había alcanzado su culmen en Fiume, caía.

Vida efímera, al contrario que Il Piacere, un libro exquisito y decadente, con el que D’Annunzio compite en el panteón de las letras italianas. Inmortales son las escenas sucedidas en el Palazzo Zuccari, frente a Piazza Spagna, donde su personaje, Andrea Sperelli, se sume en una oscura obsesión por Elena Muti.

Persona compleja, D’Annunzio, más que ambigua. Mussolini no se fiaba de él ni él de Mussolini, pero cuando el tren de los nuevos tiempos llegó, D’Annunzio ya arrastraba demasiadas derrotas en el cuerpo y no pudo cogerlo. Por eso las masas envalentonadas prefirieron al Duce, con todos sus complejos, antes que a una mente extraordinaria y retorcida. Hoy Italia lo recuerda y no se olvida del poeta, porque sabe que ignorarlo tendría el inconveniente de repetir los tiempos. Y eso resulta demasiado peligroso.