Cuando el misterioso Conde de Montecristo hizo su aparición en París, persiguiendo sus planes secretos de venganza contra Danglars, Mondego y Villefort, se convirtió en la sensación de la capital del mundo. De mirada penetrante, todo lo contemplaba con distancia y aparente desdén. Llamaba la atención de todas las damas que pretendían acercarse a él, pero solo encontraban su frialdad; los hombres admiraban la fortuna que tenía y de la que hacía clara ostentación. Pese a su magnetismo, muy pocos eran los que conseguían franquear los límites de la confianza con tan extraordinario personaje, a quien no tardaron en comparar, sobre todo las mujeres de la buena sociedad, con el famoso Lord Ruthven, Conde de Marsden, el misterioso vampiro creado por la fecunda imaginación literaria de John Polidori; este enigmático ser era depravado, elitista y aristocrático, iba sembrando el mal por media Europa; y al igual que el Conde de Montecristo había viajado por lugares ignotos del Oriente. El parecido entre ambos resultaba evidente. De manera semejante a como ocurre en los relatos de terror, Montecristo había embaucado a alguien que le apreciaba y le quería, alguien que prepararía sus senderos en París, el joven vizconde de Morcerf, quien, en tanto que hijo de Mondego, será golpeado también por los planes del vengador cuando este logre que el deshonor caiga sobre su padre como una losa mortal.

La inquietud inicial que despertaba el hombre antaño llamado Dantès estaba mitigada tan solo por el enorme prestigio que durante el reinado de Luis Felipe de Orleáns tenía el dinero, la llave que abría todas las puertas. Fue el dinero lo que vino a disipar los temores de todos aquellos antiguos delatores y verdugos, que por pura avaricia, abrieron las puertas a tan peligroso oponente sin saber que el diseño de una venganza secreta estaba a punto de cumplirse. París era una Babilonia corrupta, entregada a los placeres de una sofisticada cultura material cuando el antiguo prisionero de If, flagelo de Dios, hizo su aparición enseñoreándose de ella. Montecristo, el impostor, llamó junto él para que sirviera a sus planes, a otro embaucador. Hizo pasar al joven Benedetto, delincuente, ladrón y asesino, por un conde italiano de alta alcurnia que había de llamarse Andrea Cavalcanti, y cuya presencia en el drama servirá para excitar las ambiciones matrimoniales del banquero Danglars que esperaba casar a su hija con quien él suponía, para su ruina, un excelente partido.

Mientras la seriedad de Montecristo le confiere casi los severos rasgos de un aristocrático vampiro, Andrea es por su parte la imagen viva de la alegría y el descaro, la fiesta y el goce de París. Rodeado de una corte de jóvenes admiradores reclutados de entre las familias más ociosas de la ciudad, vive sin freno en el teatro de mentiras que Montecristo ha fabricado para que sirva de doble celada, de trampa mortal en que han de caer Danglars pero también Villefort. Su educación, las circunstancias inventadas de su nacimiento, la familia y hasta la supuesta figura paterna de un aristócrata italiano, todo en fin, había sido una farsa, una alucinación colectiva diseñada por un gran embaucador. En poco tiempo Andrea desarrolló una hermosa carrera como caballero de industria, como simulador. Este apóstol del artificio y de la mentira pertenece a una clase de estafador, a un tipo muy concreto de comediante, fabricante de quimeras, que suele aparecer en el mundo refinado de nuestras avanzadas sociedades, ya aparentando la posesión de grandes sumas de dinero, ya exhibiendo recomendaciones y avales inventados, cartas de nobleza y credenciales académicos inexistentes. Son los visitantes habituales de nuestros mundos rebosantes hasta la náusea de simulacros y apariencia.

La vida es para Cavalcanti una fiesta, hasta que finalmente, cumpliéndose la voluntad rencorosa del antiguo prisionero de If, todo queda al descubierto en medio del mayor de los escándalos, sus mentiras y sus falsedades, su linaje inventado, sus cartas de nobleza falsificadas, para mostrarnos al final al ladrón, al embaucador de familias, y por último, al asesino, que emprenderá una novelesca huida y que tras ser capturado y sometido a juicio e interrogado, arrastrará en su deshonor a cuantos le han conocido. Montecristo representaba la dignidad de la tragedia y la gloria del pasado, pero Cavalcanti encarna el triunfo de la imagen y del engaño. Cavalcanti anuncia el futuro y es, de hecho, nuestro contemporáneo.