Acaso antes de que naciera la conciencia humana, la capacidad de asombrarse, de empequeñecerse al contemplar la inmensidad de los espacios vacíos, de las amplias masas de bosques inexplorados, de sabanas que se extendían más allá de la vista, o de grandes extensiones de tierra blanca y helada; antes de que movidos por un impulso desconocido y nuevo la humanidad plasmara en sus primeras pinturas las imágenes, visibles aún en el interior de las cavernas, que hoy contemplamos como testigos de un mundo desaparecido; antes de la aparición de los primeros espíritus y totems, antes de nuestro primer instante de consciencia plena; antes del tiempo mismo, la humanidad silvestre no podía dejar de haber percibido constantemente el ritmo de su propia respiración y los latidos del corazón.

Viento y percusión nacieron de nuestro interior. Poco después, en uno de esos instantes que duran milenios, los primeros instrumentos musicales, flautas de huesos animales y humanos, propiciaron un desarrollo más elaborado de armonías y tonos. Cuantas veces los primeros intérpretes insuflaran su aliento sobre estos huesos de animales y de humanos, siempre se percibiría el canto del ser a quien hubiera pertenecido el hueso. La percepción de ritmo y tiempo salió, primero y literalmente, del interior, de las entrañas y de los huesos.

Dieciocho años tenía Gustav Mahler cuando comenzó a escribir su Canción del Lamento. Una obra que fue considerada por el autor como la primera genuinamente suya, y en la que es reconocible el desarrollo de un lenguaje musical propio. La historia de los dos hermanos que se internan en el bosque en busca de una flor rara, prodigiosa y oculta, cuyo hallazgo es lo único que garantizaría, a quien lo presentara, convertirse en esposo de una díscola soberana, que hasta entonces había rechazado a todos sus pretendientes. Hallada la flor por uno de los hermanos, el otro cae violentamente sobre él y le arrebata el valioso galardón para presentarse vencedor ante su futura reina. Es el sello de Caín que marcha al Este del Edén. Atrás han quedado los restos del hermano, enterrados clandestinamente a los pies de un sauce, hasta que son encontrados después por un músico vagabundo que, al fabricarse una flauta con uno de los huesos, obtiene una prodigiosa música cuyo canto, con dolorosa voz humana, denuncia al fratricida. La canción, interpretada ante el hermano asesino, ocasiona su muerte y el hundimiento de su reino.

El músico aquí es un mensajero del Hades, un vengador, y un portador de la muerte. La música precisamente por su capacidad para disolver y enajenar nuestra conciencia es pariente directa de la Oscura Señora, la gran potencia niveladora, universalmente democrática, a la cual conocemos bien por su artística danza macabra, llevándose a hombres, mujeres y niños de toda edad y condición, en un baile al que nadie puede, ni debe, resistirse. Idéntico baile encontramos en la prodigiosa historia del flautista de Hamelín, también un músico vagabundo que traspasa los mundos, y que se lleva consigo a todos los niños para sepultarlos en el interior de la tierra condenando así a la aldea entera que había osado defraudarle. No es sino un Hermes, inventor de la lira, conductor de almas, continuamente renovado; el dios de los límites y el guía que conduce los muertos a las profundidades del infierno. Solo otro músico, en el umbral de la divinidad, Orfeo, es capaz de descender, gracias a sus dones, al mundo de los muertos en busca de Eurídice.

Incluso Vasari cuenta que la contemplación de una obra tan musical como El Éxtasis de Santa Cecilia, pintada por Rafael ocasionó la muerte del pintor Francesco Francia, cuyos ojos no pudieron soportar tanta perfección y solo alcanzaron a ver un cielo que se abría para recibir a la santa y de donde procedía la música elevada cuyo origen había buscado la humanidad, y un suelo cubierto de instrumentos rotos, muestra de la incapacidad para hallarla plenamente.

También Mahler reescribió a lo largo de varios años su Canción del Lamento. La potencia sobrenatural de la música es demoníaca, no en vano la tradición oriental atribuye su invención a la diabólica serpiente del paraíso que animaba a comer del árbol de la ciencia mientras se complacía escuchando el sonido de su cascabel. La música nos rapta y enajena, y aunque puede ser percibida con el espíritu, su traslación a la expresión material es tortuosa y esforzada. Amarga contradicción que se corresponde muy bien con la condición del ser humano, cuya mirada se dirige al cielo pero cuyos fracasos y crímenes cubren la tierra.