Hace unos días el gran Juanjo Lara publicaba un reportaje sobre una serie de tuiteros murcianos de éxito. Supongo que porque se quedó sin ejemplos accedió a considerarme como una de ellos, aunque si me siguen se decepcionarán porque hasta yo me aburro de leerme. Aunque ese ya es otro tema.

Volviendo al lío, en una de las preguntas Juanjo me interrogaba sobre si soy «ese animal mitológico llamado asesor político». Yo le dije que no, que soy peor que eso, algo así como una mercenaria que trabaja para el que más y mejor le paga. Un chascarrillo simpático, pensé antes de que medio Twitter se conjurara para culparme de todos los males desde el asesinato de Kennedy en adelante.

Antes de que Iván Redondo llegara a nuestras vidas, el trabajo de asesor político tenía dos vertientes para el común de los mortales. O bien se asociaba al típico niñato de las juventudes de los partidos que cobra un sueldo astronómico por mantener el ego de su jefe de filas en el lugar que corresponde, o bien se asimila como el equivalente a los personajes de series de televisión tales como El Ala Oeste de La Casa Blanca o House of Cards. O personajes mediocres o siniestros psicópatas. Auténticas joyicas, que diríamos en Murcia.

Un buen consultor político es tan versátil con sus clientes como lo debe ser un abogado o un asesor financiero: su objetivo no debe ser conseguir los fines que él, como trabajador, considera mejores, sino aquellos por los que le pagan. Así, si un abogado debe defender a un defraudador fiscal e intentar librarle de multa y prisión, o un asesor financiero debe conseguir el máximo rendimiento económico pagando los menores impuestos posibles, un consultor político debe conseguir el máximo de votos posibles para su cliente. Con independencia de qué piense del partido para el que trabaja o del político al que asesora. Aunque no le fuera a votar jamás o si le adora hasta el punto de tener su cara como salvapantallas. Las filias y fobias personales son irrelevantes.

Los asesores políticos son estrategas como los jugadores de ajedrez lo son en su juego. Deben elaborar de manera premeditada diferentes bocetos de movimientos en relación a su escenario ideal y al movimiento de los rivales. De nada sirve posicionarse, por ejemplo, diciendo que X partido es el que mejor defiende la unidad de España si hoy los electores identifican ese valor con otra formación política. Es absurdo, de otra manera, venderse a los votantes como partido útil para la ciudadanía si en las negociaciones con el Gobierno se es incapaz o bien de obtener algún rédito tangible o, muchísimo más importante aún, de comunicar las ganancias que derivan de tal intercambio.

Los analistas políticos deben conocer a su electorado, a su formación, a sus candidatos, a los medios, al futuro próximo y al que está por venir después. Deben anticiparse a los movimientos de sus rivales, estudiar el escenario ideal al que llegar en las siguientes elecciones, calcular el riesgo de errores propios y saber dimensionar las victorias conseguidas. Deben diferenciar las verdades de las mentiras, y las dos anteriores de las estadísticas.

Los consultores políticos son animales mitológicos y mercenarios que, con la capacidad laboral de un Iván Redondo de verdad, son capaces de convertir a cadáveres políticos como Pedro Sánchez en casi dictadores plenipotenciarios.

Hace unos días, a raíz del resultado desastroso del constitucionalismo en Cataluña, muchos periodistas se preguntaban qué podría hacer la derecha para recuperar su espacio perdido.

Quizás contratar a alguien que sepa de esto en vez de al enchufado de partido habría marcado un poco la diferencia. O igual no, quién sabe. Que siga jugando solo Iván Redondo, que igual cuarenta años de socialismo no son tantos.