Sexta semana en estado de alarma. Seis semanas confinados. La mitad de la población mundial encerrada en sus casas. Escribirlo resulta fascinante y desolador al mismo tiempo, como contemplar un cetáceo varado.

Se nota que hay más gente en la calle. Acuden a trabajar superando una carrera de obstáculos; explicando dónde van, qué pretenden. Algunos se quejan y nos dicen cómo creen que deberían ser las cosas. Están cansados de arrastrar fardos invisibles de horas grises, de tachar demasiados días que fueron la víspera de sí mismos. Intentamos entenderlo; un buen rato cada día nosotros también somos ellos.

Me resulta llamativo comprobar cómo nos hemos acostumbrado a esto. Nos colocamos las mascarillas con gestos mecánicos, refugiamos los dedos en el reverso de un guante de látex, nos blindamos con un gel tan prodigioso que podría servirse con hisopo. Cambiamos de ropa al finalizar el servicio con la liturgia de una muda de piel.

Los ciudadanos llaman a la sala del 091. Avisan de la presencia de gente en la calle, preguntan si se puede hacer esto o lo otro. Unos pocos tratan de discutir la conveniencia de las medidas; como si fuéramos nosotros quienes las imponen y tuviéramos la potestad de levantarlas. Algunos sólo llaman para dar las gracias por lo que estamos haciendo.

En el turno de noche las horas siguen transcurriendo lentas, como si se abrieran paso a través de un puré de arena. Los días son largos a la manera de una mala novela y se borran unos a otros como si estuvieran grabados en la espuma del mar.

El jueves, de camino al trabajo, me para una pareja de policías de otro cuerpo. Preguntan dónde voy. Me identifico, hablamos un rato, intercambiamos palabras de ánimo con las voces entumecidas tras las mascarillas.

Hay alguna buena noticia. Tenemos menos policías contagiados y ha bajado el número de los que permanecen en cuarentena. Se incorporan poco a poco para trabajar junto a sus compañeros. Nos anima verles de vuelta. Simbolizan la certeza de que todo esto pasará.

Esta semana ha habido operativos policiales que culminaban investigaciones de varios meses. Vamos recuperando el pulso del trabajo bajo la nueva realidad. Tomamos declaraciones detrás de mamparas, nos comunicamos con los jueces hablándole a una lente y hacemos registros vestidos como si fuéramos a liquidar Chernóbil.

Llegan imágenes de países que se van descongelado. Las previsiones de futuro resultan desconcertantes. Muchas cosas serán diferentes. Algunos de los cambios introducidos sobre la marcha se quedarán para los próximos años. A menudo las cosas avanzan así; ante el vértigo de lo inevitable. Saldremos a un lugar distinto al que conocíamos. La temperatura corporal será nuestro pasaporte, elegiremos mascarillas de un color que combine con la ropa y muchos perros tendrán que aceptar que lo que vino se fue. Nos acostumbraremos e iremos avanzando poco a poco, persiguiendo un punto de partida que no dejará de moverse.

Los niños han vuelto a la calle. Los veo el domingo desde el balcón. Emergen desde la penumbra de los portales, deslumbrados por el sol. Precavidos al principio, olisqueando el aire como si no terminaran de fiarse. Tantean, prueban, miran nerviosos a todos lados como si fueran a descubrir el virus escondido detrás de un árbol, pisan las aceras como si necesitaran comprobar la solidez del suelo. Llevan bicicletas, patines, balones. Pasean con sus padres. He visto imágenes preocupantes de otros sitios, pero en la parte de la ciudad donde vivo la gente se comporta de manera ejemplar.

Estiramos intuitivamente los brazos hacia el día después, pero los dedos escarban el aire sin encontrar aún dónde asirse. Poco a poco hemos renunciado a la estimulante idea de una estampida gloriosa de gente inundando las calles. Nos conformaremos con un goteo cauteloso, con una caricia mínima de aire fresco en las mejillas. No habrá carreras con los brazos abiertos; zarparemos después de tantear el exterior del portal con la punta del pie.

Leo por encima la primera de estas crónicas, que escribí hace seis semanas. Éramos más ingenuos, creíamos tener derecho a la primavera. Dábamos por hechas muchas cosas cuando aún no había cicatrices en la piel de nuestra pandemia.

Parece que el sábado podremos volver a correr. Espero que ya no paremos.

Seguimos.