Ningún dato verificable certifica que Adán y Eva, nuestros primeros padres, leyeran el diccionario tumbados a la bartola bajo el Árbol del Bien y del Mal. E incluso hay dudas razonables acerca de la existencia del mamotreto, y aún más de las palabras, materia de su contenido, ya que el mundo era entonces tan reciente que seguramente las cosas no tendrían nombre y bastaría señalarlas con el dedo, como pensaba García Márquez de aquellos primeros tiempos.

Frente a la ilusión de un mundo perfecto por imposible, ellos disponían de él como una realidad palpable que los acariciaba con la amable brisa de su eterna primavera, les daba sin esfuerzo los frutos de la tierra y les hacía vivir en paz consigo mismos, sin nadie alrededor que sembrara la envidia, la discordia o el rencor.

La utopía, aunque aún sin nombre, nació en ellos en el mismo momento de su desgracia, como una inolvidable añoranza del Paraíso perdido, que sus descendientes vistieron con la remembranza clásica de la Edad de Oro, la aspiración a la vida retirada y placentera del 'dichoso aquel' horaciano y el canto a aquellos dichosos siglos que echaba de menos el ajetreado don Quijote desde el páramo manchego. O la búsqueda garcilasiana de «otros montes y otros ríos, de otros valles floridos y sombríos», el acceso a Shangri-La más allá de los horizontes perdidos, o la llegada a la isla de las buenas noticias soñada por Fernando del Paso.

En estas circunstancias, solo faltaba ponerle nombre a tan vana ilusión. Y así lo hizo Tomás Moro. Desde entonces utopía representa la ilusión de un mundo imposible, una utopía que ya apenas se encuentra, salvo en las páginas finales del diccionario.