La distinguida familia descendiente del latino flamma me produce una impresión luminosa y optimista que no sé si sabría explicar. Partiendo de flama, que pinta la masa gaseosa que se eleva de los cuerpos que arden, nos podemos adentrar ya en un mundo de magia si también nos trae el reflejo o reverberación de la llama que dibuja figuras y sombras cambiantes y juguetonas a su alrededor.

Sin embargo, como siempre, la magia del decir se produce cuando contagiamos con la imagen de la flama a acciones y seres cuya apariencia o movimientos nos parecen identificarse con ella. Vean cómo el flamear de las banderas o el de las velas de aquel barco nos dice que estas se ondulan reiterada y caprichosamente sin llegar a desplegarse ni a aquietarse del todo; o el de las flámulas y gallardetes festivos, que se estremecen y giran acariciados por el viento.

Pero no hay palabra más encendida y resplandeciente que flamante, con la que resaltamos, con arrobo, la novedad y la primicia de lo recién conocido o estrenado: el automóvil cuyas chapas y niquelados reverberan al sol, el vestido que resplandece impoluto, el novio de la niña cuya prestancia deslumbra a todos€

Aunque este es más bien vocablo para los nostálgicos que aún recordamos cómo en la atmósfera átona y gris de aquellos tiempos de escaseces y de privaciones, en que dominaba lo viejo, destartalado o pasado de moda, lo nuevo y bien compuesto era algo tan inusual que encandilaba los ojos y la imaginación como el brillo encendido del reflejo y reverberación de la llama. Como hoy flamante duerme olvidada en el diccionario, yo la rumío a solas intentado rememorar su brillo y resplandor de antaño.