Durante la campaña del referéndum griego, hace un par de semanas, resultaba imposible entender el argumentario de quienes, sobre todo desde fuera de Grecia, primero arremetían contra la consulta y luego pedían el sí en la misma. Desafiando la lógica más elemental, presuntos sesudos políticos y economistas, tanto conservadores como socialdemócratas, aseguraban que a un país absolutamente empobrecido y en recesión no le quedaba otra que aceptar medidas de ajuste radical, aplicadas a los sectores más débiles de la población, para que su deuda fuese refinanciada; es decir, se le prestara para que pagara los préstamos anteriores, mientras su economía entrara, merced a los nuevos ajustes, en una espiral recesiva, lo que le haría imposible generar recursos para pagar una deuda en crecimiento exponencial.

Teníamos que acudir a economistas de prestigio internacional no enfeudados a las finanzas (Krugman, Stiglitz) para oír algo que no ofendiera la inteligencia: Grecia no podía pagar su deuda y no había otra política posible que un Plan Marshall aplicado al país heleno para que creciera económicamente y así satisfacer unos créditos que indudablemente tendrían que reeestructurarse. Esto último era el No.

Lógicamente, como la inteligencia media de la ciudadanía griega rebasaba claramente el nivel de estupidez, los partidarios de que aquélla tragara gigantescas ruedas de molino no tuvieron otra que recurrir al miedo para que la gente votara afirmativamente. Votar Sí, decían, era mantenerse en Europa, mientras que el No conducía al abismo. Ocurre que los griegos ya han caído al abismo de la mano de esta Europa de la troika, y han recurrido a la democracia para pedir otra forma de estar en Europa que no suponga perder la dignidad e incluso la vida. Han votado no con la esperanza de que se abriera una nueva etapa más allá de la inoculación de periódicas dosis de miseria y deuda infinita elaboradas en los laboratorios de Bruselas y Berlín.

El referéndum y su resultado han mostrado algo que no le interesaba a los que mandan: que en la eurozona no hay democracia. Todos los países tienen que aplicar las políticas que se deciden en Berlín y en los despachos de Goldman Sachs. La troika decide, no la gente. El pecado griego ha sido poner esto al descubierto y rebelarse contra ello. Por eso Syriza debía caer, y evitar que su ejemplo cundiera en el resto de la Europa del Sur y se pusiera en evidencia lo que subyace al actual modelo del euro. La derecha y los socialistas europeos, junto al grueso de poderes económicos y medios de comunicación, pusieron en pie una campaña contra Tsipras sin parangón. Jamás un pueblo ha sido tan amenazado y chantajeado como lo ha sido el griego en la campaña del referéndum, hasta el punto de que el BCE restringió ilegalmente la liquidez a los bancos imponiendo un corralito con la intención de sitiar por hambre a los griegos y obligarles a votar que sí. Pero la gente venció el miedo, rechazó el chantaje y apostó por la esperanza en otra Europa.

Ahora el pueblo griego tiene una duda: ¿es posible que la Europa de la troika, de la hegemonía alemana y del predominio absoluto de las finanzas acceda a un acuerdo satisfactorio? Y esos poderes tienen un verdadero dilema. Por un lado, si acceden a reestructurar la deuda helena y a mitigar los recortes sobre la población más vulnerable, están sembrando el ejemplo de Syriza en buena parte de Europa y, en consecuencia, cavando su tumba política; si se mantienen inflexibles en el austericidio, empujan a Grecia fuera del euro, con la desestabilización de la eurozona que ello supondría, a lo que hay que añadir las peligrosas implicaciones geoestratégicas que entrañaría el inevitable acercamiento de Grecia a Rusia y China.

No sé si alguien salvará de sí mismo al capitalismo europeo, pero lo que está claro es que la causa de Grecia es la de todos los pueblos europeos sometidos a ese poder antidemocrático con sede en Berlín.