A Jesús Hermida le quería la cámara y él le correspondía con el mismo amor y por eso sus programas causaban el mismo empalago que algunas parejas de novios. Eso sí, la cámara y él, eran felices. Como estuvo prácticamente en toda la televisión a partir de que ésta se dejó llevar por su naturaleza moderna hay que reconocerle mucha presencia y mucho trabajo. Desde el primer día llamó la atención porque brotó en un tiempo en el que brillaban los diferentes, como Alfredo Amestoy, con unas gafas inquisitivas y un tonillo impertinente, y José Antonio Plaza, el corresponsal en Londres. La diferencia se medía con respecto a las locutoras de continuidad, hieráticas bellezas de distintos tipos de mujer oficial.

«Pim, pam, pum, bicentenario» fue el pegadizo estribillo de una de sus crónicas con motivo de los 200 años de la declaración de independencia de los Estados Unidos con el que me hizo consciente de la juventud del imperio en mi adolescencia. Mostró el interés y el fracaso del debate televisivo español con Su turno en dos jornadas sobre los toros en las que dio la vuelta al plató la pata negra de nuestro iberismo profundo.

A sus magacines les debemos la emisión de Cheer's y una sucesión de secciones en sesiones agotadoras. Las 'chicas Hermida', un harén que incluía hombres, pobló la eterna 'franja maruja' (odio llamarlo así pero no encuentro un término mejor) de las cadenas de televisión nacionales, privadas y autonómicas y se basó en un entusiasmo agotador ejercido por personas que no querían trabajar en la tele sino vivir en ella. Él no. Todo lo que se imponía en la tele, pidiendo cámara a dos manos y practicando su yo, mi, me, conmigo, ergo ego, desaparecía en la vida privada.

En el tiempo de los magacines fue contemporáneo pero no moderno, como había sido. Hace de ello treinta años. Su tamaño actual tiene que ver con que sus discípulos fueron peores y sus competidores, pésimos.