Pasaron los tiempos en que el mayor susto que proporcionaba internet era la muerte de Michael Jackson. Los asesinatos con marchamo islamista de París han situado a Europa en pie de guerra. Contra sí misma, a riesgo de olvidar que la seguridad a cualquier precio siempre sale muy cara. La industria del miedo sufre una caída de ingresos en Estados Unidos, conforme se aleja el fantasma del 11S sin sacudidas posteriores de excesiva entidad. Por fortuna, Manuel Valls ha cumplido su sueño de emparentarse con Bush y proclama orgulloso que «estamos en guerra contra el yihadismo». Omite que los villanos a abatir son tan franceses como el primer ministro galo. O más. Según el último parte bélico, los combatientes ya han invadido París y Bélgica.

La respuesta al mayor atentado en suelo europeo contra la libertad de expresión ha consistido en anunciar limitaciones equivalentes a la censura. En concreto, se refuerzan el control de internet y la vigilancia a los no islamistas. Si se suprimiera directamente la dañina libertad de expresión, los yihadistas no podrían actuar contra ella. De nuevo, Bush propugnaba la tala de bosques para combatir los incendios forestales.

Era inevitable el respaldo a las medidas censoras por parte de gobernantes especializados en enviar a sus ciudadanos más pobres al campo de batalla. Sin embargo, no se anticipó la bendición del papa Francisco a quienes se toman la venganza por su mano al sentirse ofendidos.

Entre ser Charlie Hebdo y satanizar adicionalmente a una revista recién castigada por una matanza, se esperaba una postura más misericordiosa de Jorge Bergoglio. En su campaña electoral no advirtió que abandonaba el principio cristiano de poner la otra mejilla, para volver al ojo por ojo. A falta de averiguar qué extraño mecanismo le condujo a singularizar un ultraje a su madre, porque no consta que un solo caricaturista se haya ensañado con la dama en cuestión. Además del evangélico «¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» que san Mateo pone en labios del Cristo y que obliga a eliminar los vínculos familiares de la ecuación. El Pontífice se alinea con los demás gobernantes europeos en la apelación a peligros inexistentes, para eludir la sangrante radicalización del islam. Por no hablar de que las víctimas de la pederastia también tenían madres que sufrieron una afrenta más dolorosa que una caricatura. Por fortuna, no han reaccionado contra los sacerdotes agresores con la violencia que el Papa exige a los familiares en primer grado.

A todo el mundo le molesta que se critiquen sus virtudes, en especial las que no posee. La obligatoria carga ofensiva del humor se hunde en la memoria, por algo las caricaturas prehistóricas se pintaban en cuevas escondidas. Si solo se puede satirizar a quien señalen los gobernantes civiles o religiosos, la caricatura perderá bastante gracia. También cuesta seguir el magisterio político cuando apunta a la desproporción. Los accidentes de tráfico han matado en España a más personas durante las dos últimas semanas, que víctimas ha causado en Occidente el yihadismo a lo largo de la última década. De hecho, la carretera mantiene el liderazgo mortífero en las zonas de guerra, por encima de las bombas. Por tanto, la Europa deflacionista debería calibrar que ya dispone de medios suficientes, aunque parece que no eficientes, para neutralizar la amenaza del islamismo.

Una amenaza jamás puede ser derrotada, por lo que se convierte en un excelente negocio para quienes presumen de ahuyentarla. Los estadistas se reunieron hace una semana en París como víctimas del yihadismo, pero también como damnificados de Charlie Hebdo. Actuarán en ambos frentes. La promesa de arruinar al continente con una sobredosis de seguridad ha coincidido con la oportuna publicación del libro Pagar cualquier precio, sobre la codicia que ha dominado la «guerra interminable» de Estados Unidos contra el terror. Su autor es James Risen, el periodista del New York Times que descubrió el programa de grabación de conversaciones telefónicas indiscriminadas a cargo de la NSA. En su ensayo recuerda que hasta 850.000 personas tienen acceso a la información supuestamente confidencial, desde empresas subcontratadas por las agencias estadounidenses.

Antes de que los gobernantes europeos consigan prenderle fuego al infierno, procede rescatar el viejo adagio según el cual quienes sacrifican la libertad a la seguridad no merecen ni la una ni la otra. Y suelen perderlas al mismo tiempo.