Democracia y libertad significan muchas cosas y muy diferentes de lo que sucede en este país que camina aceleradamente hacia el abismo abierto de la intolerancia, el fanatismo, la exclusión de los demás y la penalización de cualquier conducta que se salga de lo que cada grupo entiende correcto. A tal punto hemos llegado en el extremismo que es un hecho cotidiano leer en la prensa que tal o cual organización, revestida de la correspondiente pátina de credibilidad democrática y progreso, solicita que determinadas conductas sean calificadas como delito y que sus autores sean condenados a prisión, encadenados por disentir de la verdad revelada, la que cada cual identifica con la propia. Se pretende penar, o así lo parece, cualquier manifestación que afecte a valores muy respetables, pero en ningún caso superiores a los que otras personas entienden como tales, salvo que se imponga una moral colectiva por encima de otras consideraciones entendiendo respetuoso solo el acatamiento de ésta y siendo permisible el atentado a los valores no contenidos en esa ética impuesta. Vale el ataque despiadado, soez e irrespetuoso frente a creencias que se reputan trasnochadas y peligrosas, pero, a su vez, se impone un acatamiento absoluto a las nuevas normas éticas. Sobre todo se persigue el humor que es atacado con saña y virulencia cuando el mismo se ceba en lo políticamente correcto. Basta ver los autos de fe que la prensa cada día inaugura ante personas que no acatan obsecuentemente esa imposición cultural. Ejemplos los hay a cientos.

No somos conscientes, sin embargo, del peligro de esta tendencia y de los riesgos de tender a su imitación por grupos de fanáticos.

El yidahismo es la máxima expresión de la intolerancia y la falta de respeto y bien haríamos en abandonar toda forma de vida que pudiera parecerse en lo más mínimo a aquél. No recorramos el mismo camino. Las corrientes censuradoras de la libre expresión y aquellas que quieren imponer una moral única son el paso previo, el caldo de cultivo del fanatismo, del que conocemos bien sus consecuencias de futuro. Nuestros hijos deben crecer en el respeto al prójimo, en la libertad plena y en la responsabilidad y no es el Código Penal una vía adecuada para educar, sancionando pura y simplemente a quienes creemos que atentan a sensibilidades que son merecedoras de respeto, pero no de protección penal ante ataques incluso injustos, pero que no deben ser considerados delitos por mucho que afecten a las creencias propias o a los valores generalmente admitidos. La libertad exige un precio que debe pagarse muchas veces con el exceso de los demás. Hay que pagarlo por gozar de ese bien tan preciado.

Los valores religiosos, políticos, de identidad sexual, de género, son respetables, pero atentar a los mismos de palabra no es, ni puede ser delito. Y nadie puede pretender que algunos de ellos sean superiores a otros y que merezcan una protección especial. Eso es puro voluntarismo que exigiría explicar el por qué un bien es superior con razones muy poderosas y universales. Otra cosa es llamar a la violencia, apelar a la exclusión, impedir que cada cual ejercite sus derechos o su deseo de hacer realidad su forma de ser. Pero, el simple hecho de oponerse a lo que la sociedad en su mayoría considera correcto, pensar y decir lo contrario, no puede ser delito, salvo que se incurra en la injuria e injuria es un hecho grave que no puede ser degradado para equiparar a éste cualquier expresión molesta. Esto es la libertad que poco o nada se parece al ánimo inquisitivo que se introduce en una sociedad represora que no puede imponer por la vía penal lo que es o debe ser fruto del respeto aprendido y querido.

Basta ver el Código Penal vigente y el que se anuncia para observar esa tendencia, desde que se comenzó a imponer eso que se llama moral políticamente correcta, hacia la penalización del pensamiento o la palabra cuando se aparta de dicha regla que se eleva a la condición de dogma inatacable. Nuestro Código Penal, contra las exigencias democráticas, es cada día más extenso y, como antes dije, no hay colectivo que no exija penalizar a quienes difieren de su pensamiento. Es el resultado de una mentalidad autoritaria que descalifica al adversario, al que piensa diferente, el propio de quien desea un sociedad monolítica, que divide esa sociedad en buenos y malos (el eje del mal de tan funestos resultados a la postre). No se admiten disensiones y va calando poco a poco la idea de que lo normal es la penalización de cualquier hecho que se salga de la norma y la exclusión de quien no responde a ese modelo social, el único legítimo en exclusiva para los autoritarios modernos, que se ufanan de imponer su pensamiento a los demás viendo en ello una conquista democrática.

Defender la libertad impone, como presupuesto, hacerlo con la de los demás. Exigir los propios derechos es fácil y no tiene mérito si a la vez no se protegen los del que piensa distinto.