Lo tenían hablado ya. Este año el espíritu de Navidad sólo anidaría en casa. No habría visita a los grandes almacenes para que los nietos vieran juguetes ni se prodigarían en paseos nocturnos a la sombra de las luces. Incluso, ya habían comunicado al director de su colegio público que evitaran encargarles postales navideñas; anunciándole, asimismo, que no asistirían al centro el día de la visita de Papa Noel. La pensión no daba para más. El padre era uno de los dos millones de parados que carecía de cualquier tipo de prestación; la madre se afanaba en limpiar escaleras y sólo la nieta mayor había encontrado un trabajo por 200 € durante la semana de Reyes. El año no merecía ser despedido con campanadas y hace tiempo que dejaron de creer que, tal y como reza la religión católica, en la pobreza estaba la virtud pues no veía él que los más devotos la abrazaran con pasión. Había ido guardando durante todo el año un puñado de monedas para, con la ayuda solidaria de Caritas y del Banco de Alimentos, no faltaran algunos dulces en la mesa. Aprovecharían para estrechar los lazos familiares, unirse aún más para combatir el frío y la indigencia, compartiendo también el mejor regalo y decoración de los posibles, el alumbramiento de un nuevo miembro , que anunciarían los padres en el solsticio de invierno. No les importaban las noticias que sitúan a España a la cabeza de la malnutrición infantil, con regiones como Murcia donde desde la semilla se parte en desventaja; ni consejos como el de Pérez Reverte para que los jóvenes «se preparen para el fracaso»; ni por el hecho de aumentar los habitantes de un país en el que Aquí no hay quien viva tiene más seguidores que Isabel. Series cuya calidad refleja las dos Españas. Ojalá que ninguna de ellas le hiele el corazón.