Hace años leí que un equipo de neurocientíficos sostenía que el apego de las personas a los rituales y a los símbolos tiene que ver con la estructura del cerebro. Pensé entonces en el papel de la rutina, que no es más que la liturgia de la costumbre y de los hábitos. Recuerdo que, cuando estaba en la universidad, solía seguir a diario los mismos pasos, visitar los mismos lugares y encontrarme con la misma gente. No llevo ahora una vida muy distinta, ni siquiera en vacaciones, cuando las horas de ocio nos abren un nuevo abanico de posibilidades. Me levanto temprano y, antes de desayunar, salgo a caminar junto al mar. Hago los trabajos pendientes a primera hora y paso el resto del tiempo jugando con los niños en la piscina o en la playa. Parte de la rutina son las largas siestas, el Tour de Francia, algunos discos y la lectura tardía, al caer la noche. Para otros, el ritual de las vacaciones será navegar en barco o pasear por el monte o explorar una cueva o salir a cenar con los amigos. Pero nuestra vida básicamente tiende a repetirse, como si esa repetición introdujera un elemento de seguridad que resultase necesario para madurar y crecer. El poeta alemán Novalis escribió en una ocasión que el arte pretende introducir un velo de orden en un mundo caótico y peligroso. Por debajo de ese velo se agolpan los instintos, los miedos y las debilidades del hombre.

Releo estos días ´El quadern gris´, de Josep Pla, y encuentro, ya al final del libro, una idea parecida: «El cas és que aquest quadern „escribe, refiriéndose a su dietario„, començat frívolament, ha esdevingut per mi una inescamotejable necessitat íntima. Aquest quadern és en primer lloc un element de disciplina „un dels pocs elements de disciplina positiva que actua sobre la meva vida„ [€]. Així, trobant-me immers en els perills de la pobresa en l´època de la joventut, tot element de disciplina és cosa d´agrair». La disciplina y las rutinas se acompasan mutuamente. Las hay negativas, como las hay positivas, y en ese debe y haber es donde se juega la salud de la sociedad. Cuando la economista Deirdre McCloskey analizaba con rigor la genealogía de las virtudes burguesas aludía precisamente al tendero que a diario apunta, en los márgenes estrechos de la contabilidad familiar, cuáles son las cuentas de la vida; al pequeño ahorrador que prepara la vejez; al pensamiento que fija puntos de referencia a lo largo del camino y que, por ello mismo, favorece la asunción de riesgos. Una existencia gris, si se quiere, que cubre con un «velo de orden» la suma de incertidumbres.

No sé cómo sería mi vida sin ese acopio de hábitos, pero me gusta pensar que el mundo, a pesar de todos los cisnes negros, resulta bastante previsible: que los trenes llegan puntuales a la estación, que la justicia y los cuerpos de seguridad cumplen con su trabajo, que la ciencia avanza indefectiblemente, que el arte verdadero perdura y que las modas se desvanecen, que el parlamentarismo ayuda a modular los extremos del arco ideológico, que las normas se respetan y que el futuro será probablemente un lugar mejor. Cuestión de rutinas, de rituales y de símbolos. Cada época y cada sociedad tiene los suyos, cada persona también. Los hay mejores que otros o, al menos, que dan más y mejores frutos. Y ya se que sabe que por los frutos se conoce lo que es verdadero y lo que no.