Hay una literatura que crece hacia adentro y hay una literatura que crece hacia fuera. La primera se alimenta del yo, al que devora; la segunda, del mundo, como campo propio en el que los sentidos se gratifican a mansalva y en el que el yo se alimenta y expansiona. ¡El mundo es hermoso!, exclaman éstos. ¡El mundo es una porquería!, escupen aquellos.

Hay una literatura de esclavos y una literatura de señores; hay los cantos tristes, desesperados, tediosas melodías, de los que reman. Y hay los cantos de los que van en la nave mirando a las estrellas. Son dos razas que no coinciden más que en el espacio físico; fantasmal, para los esclavos; positivo, real, para los que mandan.

Hay esclavos que esperan, que creen, que se sienten vivir en el dolor, para quienes el sufrimiento es la confirmación de la existencia. Hay esclavos perfectamente escépticos, totalmente desesperados, lúcidamente enloquecidos; son las ´almas muertas´, los muertos vivientes, que, como los personajes de Beckett, siguen viviendo por inercia, por un impulso que, como la luz de las estrellas apagadas hace siglos, continúa brillando mecánicamente.

Han muerto -Malone, Molloy, Murphy, Watts- hace mucho tiempo, tal vez antes de nacer, pero, como no tienen valor para matarse -por no creer, no creen siquiera en la muerte-, siguen viviendo por pura rutina. Continúan en la vida, en la no vida más bien, en ese limbo pálido y frío, penumbra entre el ser y la nada; tan absurdo como el ser, tan absurdo como la nada.

Los esclavos que esperan, los esclavos que creen, se agarran con pasión a su credo -les brillan los ojos- tienen una fe ardiente en sus abstracciones y son capaces de heroísmo. Los esclavos de Beckett no se agarran a nada, flotan como corchos vacíos en el oleaje de la existencia -la mirada opaca-, sin fuerzas para nadar, sin peso para hundirse. Malone vive entre el ´Dish´ -plato de comida- y el ´Pot´ -el objeto para lo contrario- «No es más que un conducto entre dos orificios -dice un estudioso del Premio Nobel-; el de entrada, por donde recibe el alimento, y el de salida, por donde elimina los desechos».

La terrible duda de la propia existencia. En Rimbaud, en Lautréamont, en Mallarmé, en Sartre, en todos los exploradores de los confines del yo, los que buscan los bordes de la nada, la incredulidad es un punto de partida: Dudan de todo, excepto de la existencia, premisa obvia. Es una esfera vacía y hermética, solo habitada por palabras que se desintegran. ¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?